Queda poco para las elecciones y son muchos los indecisos. Hace cierto tiempo se hablaba de fidelidad de voto, del suelo que tenían determinados partidos y de los obstáculos para que alguien cambiara sus preferencias electorales. Hoy todo eso ha saltado por los aires, instalados en una sociedad líquida, para usar la metafórica expresión de Zygmunt Bauman. Algo tendrá que ver en ello el incumplimiento sistemático de las promesas electorales, las expectativas frustradas, las esperanzas rotas, la falta de perspectiva de cambios. Eso, a la derecha, no le preocupa, porque no mira hacia adelante. Los conservadores viven en un perpetuo anhelo del pasado que, al menos en sus discursos, siempre fue mejor. Ven el presente como el resultado de un proceso degenerativo de la creación inicial o de cualquier otro punto idealizado en el tiempo. Por ejemplo, la herida de Wifredo el Velloso.

Pero la autodenominada izquierda, ¡ay la izquierda!, durante un tiempo vendió que era capaz de transformar las cosas y mejorar las situación de los más. Ya no. Sobre todo, porque cuando ha gobernado, no siempre ha transformado en profundidad, aunque haya que atribuirles las escasas mejoras que se han producido. Si fuera por la derecha ni siquiera se habrían universalizado los antibióticos. De hecho, ya anda empeñada en privatizarlos, junto al resto de la sanidad. Después de todo, si la gente se muere es, dicen, voluntad de Dios. ¿Quién es el hombre para enmendarle la plana?

Esa quiebra del futuro, de la confianza en un futuro mejor, está detrás de muchos votos indecisos. Indecisos por reflexivos, no por indolencia. Quien más directamente vive el problema en Barcelona es Ada Colau. Sabe que su principal enemigo es que la abandonen muchos de los que la votaron en las pasadas elecciones, que se queden en casa o, si hace buen tiempo, se vayan a la playa. Tiene a favor que casi ninguno de los otros candidatos puede dar una sola razón para apropiarse de ese voto. Colau no ha gobernado bien, pero ¿qué puede esperarse de un Collboni que en la pasada legislatura se quejó de que los comunes rompieran el pacto de gobierno y en esta no ha encontrado mejor modo de marcar paquete que romperlo él? Collboni sabe que es el candidato de Illa y de Pedro Sánchez. O se agranda a su lado o ayuda a hundirlos, por eso ambos le darán su apoyo con la misma falta de fe que muchos de sus votantes.

No parece razonable que quien votó hace cuatro y ocho años a Ada Colau opte por un Ernest Maragall  que ha dilapidado la cosecha de las últimas elecciones. Una parte porque Pere Aragonés, necesitado de apoyos que Junts le niega, se ha acercado al PSC, descolocando a su candidato a la alcaldía barcelonesa; otra parte porque él mismo ha adoptado un discurso sobre la ciudad que se parece muchísimo al de los socialistas. Casi lo peor que le podía pasar, porque pocas alforjas se necesitaban para un viaje que le llevó a abandonar el PSC, si ahora se acerca a él hasta confundirse.

Xavier Trias, el otro candidato con posibilidades de sacar tajada de la liquidez del presente, tiene plomo en las alas. Y cuando pretende soltar lastre y parece que remonta el vuelo, ahí está la muy pesada carga de Laura Borràs. Pasarse de Colau a Borràs sería, para un votante de los comunes, un bandazo. La presidenta de Junts podrá decir lo que quiera (y Trías alargar su silencio hasta el infinito) pero no ha sido condenada por independentista, sino por ser corrupta. La corrupción es una etiqueta asociada a Convergència desde hace muchos, muchos años. Trias sólo puede captar el voto de aquellos que piensen que no importa que alguien se corrompa, siempre que sea “de los nuestros”.

Los otros partidos (PP, Vox, Ciutadans, Valents y la CUP) no dejan de ser comparsas. Aguantará el PP porque, por bajo que sea, tiene un suelo de votos inamovible y, además, este año recuperará electorado que se llevó Ciutadans, siempre que no se vaya a Vox. Difícilmente alguien dejará de votar a Colau para arrojarse en brazos de cualquiera de ellos, sobre todo porque se les percibe como mancos, en el sentido de que su labor nace ya disminuida. Unos, porque no tendrán fuerza suficiente; otros, como la CUP, porque se esfuerzan en mantenerse en la inutilidad. Salvo en Berga, donde florecen a la sombra de la Patum. Pero en Barcelona, la Patum sólo es un atracción para un fin de semana turístico. Lo que se busca es un equipo de gobierno.