Los taxistas tienen un poder sobre la ciudad que resulta, no solo impropio, sino desproporcionado y abusivo. Son capaces de ponerla patas arriba durante días en la defensa de intereses puramente gremiales con un descaro sorprendente y aparentemente impune. A esa impunidad, de hecho, responde la constante amenaza con repetir el secuestro a que sometieron Barcelona en julio de 2018, que les salió gratis.

No importa que la razón pueda estar de su parte cuando denuncian que las llamadas plataformas no son tales empresas tecnológicas, sino transportistas que se apoyan en ciertas aplicaciones técnicas. Nada distinto de las inmobiliarias camufladas que compiten con los hoteleros a través de alquileres de apartamentos o habitaciones a través de internet; pero la forma de enfrentar el problema no puede pasar por fastidiar a los ciudadanos.

Tampoco se equivocan cuando ponen en evidencia los atajos legales de las compañías de VTC para eludir el ordenamiento de la Administración española, aunque es evidente que a los taxistas no les asiste el derecho de decidir cuál es la proporción correcta entre las licencias clásicas y las nuevas ni de establecer qué compañías deben ser discriminadas por ser grandes tenedoras de permisos de VTC, un impulso autoritario de perfil podemita.

El fondo de la cuestión no es otro que el precio de las licencias para operar en Barcelona. No es justo ni equilibrado que la doctrina europea de libertad de establecimiento reduzca casi a cero el valor de mercado de un permiso que a día de hoy puede rondar los 130.000 euros, una cantidad que constituye un plan de pensiones nada despreciable para un conductor en edad de jubilación.

La normativa española no puede dar la espalda al ordenamiento comunitario, por supuesto, pero el legislador está obligado igualmente a velar por los intereses de los empresarios del sector ya establecidos, autónomos en la mayor parte de los casos. Y velar porque la defensa de sus derechos no pisotee los de los ciudadanos, sean o no usuarios del servicio de taxi.