El joven oriental, correctamente vestido para los cánones de nuestra época, estaba risueño; parecía satisfecho. Podía ser un turista, pero iba solo y sin equipaje; más bien podía deducirse que vivía en Barcelona como estudiante o como empleado de alguna multinacional.

Me llamó la atención por la cara que ponía mientras introducía con cierto ímpetu, con actitud decidida, una botella vacía de Coca-Cola de medio litro en el orificio de un contenedor de vidrio, de esos que recuerdan, con perdón, un esfínter gigante. O sea, el chaval estaba convencido, o a mí me lo pareció, de que contribuía a la lucha contra el cambio climático poniendo su granito de arena al reciclar un recipiente de plástico. Y eso le producía algún tipo de regocijo. Pero, ¿cómo podía ser así cuando lo estaba depositando en el lugar equivocado? Igual lo hacía adrede y la placidez de su rostro no era otra cosa que el reflejo del gusto por ir contra el sistema; por joder, vaya.

Pero esa posibilidad no tenía mucho sentido en un tipo aparentemente normal, que actuaba en solitario y sin aspavientos, así que me detuve a observar qué podía haber ocurrido.

Y llegué a la conclusión de que lo más probable es que el asiático se hubiera confundido porque los cinco modelos de contenedores de la ciudad tienen el mismo rótulo en un único idioma, “Cuidem Barcelona. Residus”.

Hay uno de ellos, el generalista, que luce además una R mayúscula –indicador de resta-- con el que el ayuntamiento indica que ahí va lo que no se tira en los otros cuatro: parece un acertijo, y quizá lo sea. El destinado al cristal, donde el pollo metió la Coca-Cola esa que ahora lleva un tapón supuestamente inseparable para facilitar el reciclaje, dice lo mismo –“Cuidem Barcelona. Residus”--, y presenta el relieve de una botella de líneas rectas, de fondo oscuro, que no da muchas pistas sobre la materia prima con que se ha elaborado el recipiente, que es precisamente el objetivo de todo el montaje. Está claro por qué se equivocó el muchacho: solo vio el envase y el enorme ano de caucho por donde debía echar el suyo.

El cubo de los plásticos, además del indicador genérico en catalán, exhibe el dibujo de una lata vacía, un bote de refresco o de cerveza. El cuarto, el de la basura orgánica, también con el rótulo generalista, parece haber sido diseñado en honor a El Espinaler de Vilassar de Mar: una espina de anchoa que debemos asociar a la comida estropeada. Y el quinto, el dedicado al cartón y los embalajes, junto a la consabida leyenda, nos orienta con el símbolo que las aplicaciones informáticas utilizan para aludir a las copias en papel. Algo que pudo ser muy moderno hace decenios, pero que la gente mayor de Barcelona difícilmente tendrá asimilado en su rutina diaria y que el mozo ingenuamente satisfecho quizá no ha utilizado en su vida.