Hay un franquismo sociológico que perdura. Entre la gente, pero también enquistado en las administraciones públicas. En el primer caso se expresa por la falta de respeto a lo público. Como si éste, por ser de todos, no fuera de nadie. El resultado es que las calles de la ciudad están llenas de porquería por falta de respeto a la colectividad y hay quien no duda en colarse en el metro o utilizar la tarjeta rosa de la abuela. También la indisciplina viaria expresa esa falta de consideración por lo que es de todos: desde el motorista, el ciclista, quien circula en patinete, ocupando un espacio que no les corresponde, hasta quien exige poder disponer de ese  mismo espacio para uso privado, por ejemplo, aparcando donde le plazca. Son comportamientos individuales, pero muy extendidos.

Luego está el franquismo como residuo en una Administración que impone normas contrarias al sentido común y lesivas para la ciudadanía, pero beneficiosas para la gestión administrativa, como si ésta tuviera sentido sin el ciudadano. Un ejemplo de ello acaba de producirse en la revisión de las tarifas del transporte por parte de la ATM (Autoridad del Transporte Metropolitano). Se ha decidido mantener los descuentos a todos los títulos salvo a la T- Casual. La decisión tiene un cierto sentido, en la medida en que favorece a quienes usan regularmente metro o autobús pero no a quien sólo viaja esporádicamente. Dado que el transporte público es globalmente deficitario, mejor subvencionar la movilidad obligada (trabajo y estudios) que la ocasional o turística. Ahora bien, resulta absurdo poner como condición para el cambio a otra actualizada (previo pago de la diferencia) que no haya sido utilizada nunca, lo que comporta que se pierdan todos los viajes pendientes. La tecnología de las empresas del transporte permite cambiar una tarjeta defectuosa que haya sido utilizada y el usuario recibe otra con sólo los viajes que le restaban. ¿Por qué no aplicar esta norma ahora? La respuesta parece sencilla: la ATM, cuyos dirigentes son cargos políticos, siguen siendo partidarios de la democracia orgánica: la que se impone a partir de la consulta a los órganos del que manda. La decisión ignora al ciudadano, como tantas otras veces hacen las administraciones públicas.

Por otra parte, se trata de una medida inconsistente. Si de verdad se pretende fomentar la movilidad obligada, dejando de asumir las pérdidas de los viajes no necesarios, no se comprende por qué se mantiene abierto el metro en las noches de fin de semana. Se mire por donde se mire, acudir a una discoteca no es movilidad obligada ni figura en la tabla de los derechos humanos. Quien paga un alto precio por la entrada y las bebidas, bien puede costearse también un taxi si lo necesita. O esperar el autobús nocturno o pasear y aliviar así los vapores ingeridos.

La responsable de estos desaguisados es la ATM. Un consorcio en el que participan la Generalitat, que lleva la voz cantante y nombra los cargos con capacidad de decisión, y diversos ayuntamientos de la región metropolitana. La ATM tiene su sede en un coqueto chaletito situado en la zona alta de Barcelona, adquirido en la época en la que Convergència hacía y deshacía a su antojo. La que está bajo la sospecha del 3%. Mientras el Ayuntamiento de Barcelona se esforzaba por distribuir los servicios por toda la ciudad, los empleados de Jordi Pujol preferían tener el puesto de trabajo en pleno centro o, en su defecto, en zonas residenciales, ignorando que el mismo espacio era mucho más barato en otros barrios de Barcelona. Después de todo, el dinero procedía del erario público y no de sus bolsillos. Quizás por eso la ATM está en la parte alta de Muntaner y FGC estuvo muchos años en la avenida de Pau Casals, junto al Turó Park. El edificio de la ATM dispone, claro está, de aparcamiento privado para los mandos.

Su cúpula directiva tiene el mérito de haber implantado la T-Mobilitat con siete años de retraso y un sobrecoste considerable, sin que haya rodado ni una sola cabeza. Quizás porque tener cabeza no es un mérito para ser designado como cargo público bien remunerado. Lo que verdaderamente resulta exigible es ser partidario de la democracia orgánica, una práctica frente a la cual incluso el despotismo ilustrado es un progreso. Éste al menos tenía como lema aquello de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Los orgánicos de la ATM, en cambio, ni siquiera tienen presente que haya pueblo alguno. A lo sumo, lo que hay es populacho. Ése que llena los transportes públicos.