Las próximas elecciones municipales son una buena ocasión para reflexionar sobre el proyecto de ciudad. Algo de lo que hablan los candidatos a la alcaldía de Barcelona sin necesidad, a lo que parece, de precisar en qué se plasma. Quizás les ayude un libro que acaba de aparecer: La ciudad de los excluidos, del filósofo italiano Fabio Ciaramelli, editado por Trotta y traducido por Juan-Ramón Capella y Víctor M. Vassallo. Se trata de un análisis lúcido sobre el papel de las ciudades en general, con una parte dedicada a las que se asoman al Mediterráneo. Ese mar “objeto de invasiones constantes tanto por parte de turistas europeos como -¡ay! sobre todo- por parte de emigrantes extraeuropeos. Unos y otros surcan el mismo mar, se mueven por los mismos lugares. Sin embargo, atraviesan espacios imaginarios completamente distintos”. ¡Qué fantástica síntesis de las aspiraciones de las gentes!
A lo largo de la historia han terminado por configurarse, señala Ciaramelli, dos tipos de ciudades: las que son sede gubernamental “la ciudad imperial, burocrática, morada del poder real” y las que se han formado, en parte, como una contraposición a ese poder. Mientras que los estados propenden a la uniformidad y a garantizar los derechos de los nacidos en el territorio, las ciudades son (¿eran?) espacio de pluralidad y de libertad. Generadoras de la llamada “sociedad civil”, dotada de iniciativa transformadora.
No es difícil pensar en la contraposición que se había dado durante años entre un Madrid cortesano y una Barcelona ajena a las convocatorias de oposiciones a funcionario. Una diferencia que se ha diluido notablemente tras convertirse la capital catalana en sede del gobierno autonómico, tendente a imponer uniformidades basadas en lo identitario. Un elemento que actúa con fuerza como excluyente hacia los que llegan de fuera, sobre todo si lo hacen con una mano delante y otra detrás. Porque el principal factor de exclusión es, sin duda, la pobreza, la desigualdad. Y los más desiguales son los inmigrantes, aunque también empiezan a serlo los autóctonos que “expulsados del mercado del trabajo asegurado, ven como se les niegan derechos y garantías”.
Esto ha ido dibujando un imaginario en el que el extranjero, si es pobre (si es rico se le llama viajero) es percibido como una amenaza, cuestionando la capacidad de integración social que siempre tuvieron las ciudades. Que siempre tuvo Barcelona. El mercado de trabajo, aunque precario, es un imán para los movimientos migratorios, pero la ciudad actual rechaza la integración de los recién llegados al tiempo que margina a los pobres locales. Triunfa la tendencia al autoritarismo vinculado a visiones nacionalistas y religiosas, disparando la intolerancia basada en los miedos a la pérdida de una supuesta identidad local. Al tiempo, la estratificación social se hace más rígida.
Paralelamente, la especulación del suelo liquida el espacio público, lo privatiza, lo que supone socavar cualquier proyecto de futuro para la propia ciudad como un todo. Curiosamente, el elemento que más ayuda a la integración de los desposeídos es el consumo o, cuando menos, la promesa del acceso al consumo, a la sociedad del bienestar. La misma que los poderes constituidos se empeñan en laminar, recortando en sanidad, educación, vivienda. Unos recortes que afectan más que a nadie a los excluidos. La convivencia social en las ciudades acaba así oscilando entre la apatía (que se traduce en abstención) y la cólera, que deriva en la algarada.
Cada vez son más los ciudadanos que se dan cuenta de que las mejoras individuales que propone la publicidad consumista son una quimera, lo que deriva en estallidos de violencia urbana, hija de la rabia, de la desesperanza. Esta violencia destructiva, a diferencia de la que se produjo en mayo del 68, carece de horizonte. “No constituye el inicio del cambio sino la denuncia del fracaso”.
Convendría que los candidatos y partidos explicaran sus proyectos para terminar con las exclusiones. Bien está debatir sobre el transporte, el urbanismo, las zonas verdes o el turismo, pero todo eso no es sino una parte del todo que es la ciudad. Los bajos sueldos, los alquileres altos sitúan a muchos ciudadanos en la exclusión, que es, como dice Ciaramello, “una amenaza radical, un peligro extremo”. Además de algo moralmente inaceptable.