Si en estas elecciones se presentara una candidatura capaz de recoger el genuino espíritu del fatalismo, del pesar por la vida y del derrotismo, algo así como el Partido Fatalista de Cataluña (FAC), seguro que se haría con la mayor parte de las alcaldías.

No lo digo por la conocida inclinación a celebrar fechas evocadoras de derrotas y desgracias; tampoco por la afición patidora de cierta hinchada futbolística que se recrea –y sufre-- más en el difícil camino de la victoria que en el propio triunfo.

Viene a cuento de cómo nos explican la lluvia que desde hace ya unos días salpica algunas zonas del territorio catalán. Es evidente que no es la solución de la sequía y que tampoco llena los pantanos, pero también es cierto que es reparadora, que rompe una tendencia y que como tal es noticia. Y, además, una buena noticia.

Cada vez que he visto u oído información sobre precipitaciones en alguna comarca siempre ha ido acompañada de una coletilla fatal: será del todo insuficiente para acabar con los problemas de agua, ni siquiera llegará al caudal de los ríos porque la tierra sedienta la absorbe, gráficos para borrar toda esperanza en el ciudadano de que la situación pueda mejorar y para insistir en la situación catastrófica de los embalses. A veces, parece que la lluvia moleste a los meteorólogos. 

Incluso fui testigo de un buen chaparrón el puente del Primero de Mayo que pese a la incomodidad que generó a los turistas fue recibido con gran alegría en la comarca donde se produjo. Para mi sorpresa no fue noticia en ningún medio, apenas apareció en la sección del tiempo; y, por supuesto, adornado de comentarios sobre su nula incidencia en la situación de penuria hidrológica.

Sin embargo, esa forma tan ceniza de mirar la vida me hace albergar una esperanza: este verano no será tan desagradablemente caluroso como el del año pasado. Si la gente que nos informa del tiempo hubiera visto la más mínima señal de que aquello se va a repetir, hace semanas que nos estarían machacando.