La obsesión de Ada Colau por impedir la creación en Barcelona de una sede del Hermitage, el célebre museo ruso, es digna de estudio. El otro día, la oposición municipal en pleno la tomó con ella por su postura ante el asunto, pero nadie consiguió que la señora alcaldesa se sincerara por completo al respecto. Volvió a insistir en que ciertos informes desaconsejaban la construcción del bonito edificio de Toyo Ito, aunque todo el mundo sabe que esos informes fueron encargados, en la mejor tradición de los comunes, a amiguetes de escasa fiabilidad. Volvió a salir con los problemas de movilidad, cuando ella se pinta sola para crearlos donde no los hay, aunque, eso sí, nos está llenando de colorines calzadas y aceras, como si quisiera potenciar el parecido entre Barcelona y una mona de Pascua. El (supuesto) encargado de la cultura en el ayuntamiento, Joan Subirats -un hombre que ya no tiene edad para pronunciar muchas de las gansadas que suelta, más propias de una jovencita de la CUP- nos regaló un concepto magnífico, aunque incomprensible: según él, el Hermitage de Barcelona tendría más de sala de exposiciones que de museo (¿o era al revés?).

Las referencias de la oposición a los puestos de trabajo que se crearían con el museo (o sala de exposiciones, no lo sé muy bien, voy a tener que llamar a Subirats para que me lo aclare) o a la vidilla que se instalaría en la zona y de la que se beneficiarían bares, restaurantes, tiendas y barceloneses en general no hicieron ninguna mella en nuestra Ada. Solo le faltó -yo se lo hubiera agradecido, francamente- hablar claro de una vez y reconocer que el Hermitage le da por saco y solo se construirá por encima de su cadáver. Y, ya puestos, podría haber propuesto la creación de un inmenso huerto urbano donde debería ir el museo (o salas en las que se muestran lienzos, ¡acláramelo, Joan, que me pierdo!), convenientemente cuidado por jubilados de sexo masculino, femenino y fluido o por jóvenes descarriados que no estén excesivamente ocupados okupando casas o violando a chicas de su edad en descampados.

El desinterés particular por el Hermitage podría insertarse en el desinterés general de los comunes por la cultura: llevamos dos mandatos y no me consta ningún proyecto cultural dotado de una cierta ambición. Los museos, empezando por el MACBA, al que se le hizo la puñeta todo lo posible cuando el episodio del CAP del Raval, parecen ser considerados por los comunes unas instalaciones elitistas, unos salones para pijos. No es de extrañar cuando la jefa es capaz de confundir al almirante Cervera con un militar franquista a la hora de quitarle la calle para dársela a un cómico que tenía la gracia en el culo. Pero lo del Hermitage va más allá del asco generalizado hacia la cultura, parece algo personal, un tema en el que a nuestra Ada le vaya la vida o, por lo menos, su visión del mundo.

Yo no sé si la delegación del Hermitage en Barcelona sería un gran museo (o receptáculo de lienzos y estatuas, ¡ilumíneme, oh, preclaro Subirats!), pero su principal inspirador, Jorge Wagensberg, que en paz descanse, era, además de un tipo encantador, un científico solvente y un gran aficionado al arte. Si me dieran a elegir entre el criterio de la alcaldesa y el del difunto, no tengo duda alguna de que me inclinaría por el segundo. Pero reconozco que lo que más me intriga en estos momentos es esa obsesión de la señora Colau por evitar como sea la implantación en Barcelona de esa delegación del Hermitage por la que, por cierto, ya se están interesando en Madrid: ahí hay algo que requiere las explicaciones de un psiquiatra, pues el tema va más allá de la ignorancia, la prepotencia, la ineptitud y la incompetencia habituales en nuestra alcaldesa y a las que, a la fuerza ahorcan, ya nos hemos acostumbrado todos.