La sociedad contemporánea se ha especializado, entre otras cosas, en detectar problemas en los que nadie se había fijado durante siglos. Cuando llega la noche de San Juan (o del solsticio de verano, no vayamos a ofender a los paladines de la laicidad, tan dados ellos a pasar de la Semana Santa, pero a mostrar un respeto reverencial por el Ramadán), salta de nuevo el tema de la (supuesta) peligrosidad social de hogueras y petardos. No negaré que hay gente muy bestia que, durante la verbena, si la dejas, es capaz de prenderle fuego a Barcelona, pero eso también puede suceder en otras fechas y hasta hay quien le encuentra justificación, como pudimos comprobar cuando la célebre Batalla de Urquinaona (se ve que el patriotismo justifica o disculpa la piromanía).

Tampoco negaré que hay un sector demencial en el colectivo de usuarios de petardos que se harían con una bomba atómica si se la vendieran en algún puesto de pirotecnia. También es innegable que los petardos pueden molestar a los humanos y sacar de quicio a los animales domésticos, que, de repente, sin comerlo ni beberlo ni entender nada de nada (que es, por otra parte, su estado natural), se sienten como en Ucrania cuando bombardean los rusos y no encuentran suficientes camas y sofás bajo los que refugiarse. Todo esto que acabo de comentar es cierto, pero, ¿deberíamos hacer caso a quienes proponen prohibir hogueras y petardos en la noche del solsticio de San Juan? (espero que aprecien esta muestra de sincretismo, en la línea de referirse a la plaza Calvo Macià o la calle Infanta Rradellas, que practico con deleite no sé muy bien por qué, como no sea para molestar a la mayor cantidad de gente posible). Mi respuesta a esta pregunta es que no, de ninguna manera. No es que me pirre por las tradiciones (tenemos algunas bastante estúpidas, ¿para qué negarlo?), pero no concibo la noche de San Juan (donde la gente comparte su pan, su tortilla y su gabán, según la canción de Serrat, aunque no sé quién luce gabán a principios del verano: todo sea por un ripio resultón) sin muebles ardiendo ni petardos estallando.

Sé que hay gente a la que se le va la olla con las hogueras y los petardos, pero son muchos más los que hacen un uso razonable y más o menos civilizado de ambas cosas. Lo siento por los perretes, que suelen caerme bien, pero no hay que olvidar que son un colectivo sufrido que no entiende absolutamente nada de lo que hacemos los humanos (exceptuando alimentarlos, sacarlos a pasear y dejar que se suban a los sofás: con eso ya se apañan) y que tampoco va a experimentar traumas irresolubles por pegarse unos cuantos sustos una vez al año. La verbena de hoy ha venido precedida de una campaña a cargo de los amigos de los perros en la que se sugiere a los humanos que se metan los cohetes por el culo, con perdón. Desde que hemos reconocido oficialmente que los animales tienen sentimientos (se ve que antes los considerábamos parte del mobiliario o algo parecido), los animalistas están más crecidos que nunca y, aunque sigan centrando sus esfuerzos solidarios en los toros de lidia, han incrementado su interés por perros y gatos: de ahí la campaña de los cohetes por el trasero.

Durante siglos, los barceloneses hemos encendido hogueras y lanzado petardos sin que pasara gran cosa (bueno, a veces alguien perdía un brazo o se desmandaba un fuego, pero siempre había algún responsable al que la sociedad se había olvidado de vigilar convenientemente). Que haya perturbados que aprovechen la situación para practicar la kale borroka o hacerse con petardos de la contundencia de un misil no justifica ninguna prohibición, solo un incremento de la actividad policial. Y en cuanto a los perretes y sus posibles traumas… Pues, queridos chuchos, tomáoslo con calma, que solo es una noche al año y, además, todavía no estáis al mando de la sociedad. A cambio de una noche un poco agitada, os pegáis la vida padre el resto del año, comiendo a diario, dando paseítos y durmiendo con el morro pegado a la estufa.

¿Hogueras y petardos? Sí, gracias. Y si se puede echar un polvo en tan magna noche, mejor que mejor: hay tradiciones que valen mucho la pena.