Creo que hablar de superioridad moral es una solemne estupidez y en consecuencia no creo ni la superioridad moral de la izquierda ni en la superioridad moral de la derecha ni en la de nadie. El Bien (con mayúsculas) siempre acaba mal, pero la buena gente nos hace concebir alguna esperanza en la humanidad. 

A poco que se acepten que a) el prójimo puede pensar diferente, b) está en su completo derecho de hacerlo y c) nada impide que pueda tener razón, la política se convierte en algo razonable y civilizado. Por eso revienta tanto que muchos líderes políticos se echen al monte a ver quién la dice más gorda, apelen al confrontamiento, pidan la imposición de su ideario y no busquen un acuerdo con quienes no piensan igual que ellos. Lo hacen, casi siempre, con ideas que apelan al bajo vientre, que diría Aristóteles. Yo soy el Bien y los demás, el Mal.

De ahí que haya tantos indecisos. Hay indecisos que van a votar, pero lo hacen por inercia, porque siempre han votado a tal o cual partido. Si uno se sienta con ellos a tomar un café, confesarán que votan lo que votan, no saben por qué. ¿A quién votar, si no? Alguno incluso votará a voleo. Luego están los indecisos de los estudios demoscópicos, los que admiten de buenas a primeras que no saben a quién votar. Como votar no es un deber, sino un derecho, muchos se sumarán a la abstención, que da el visto bueno a lo que decidan los demás.

La asamblea del «demos» griego que regía la «polis», de donde surge la palabra «política», evolucionó hasta la forma de democracia que rige todo el Occidente desarrollado. Es un sistema que garantiza derechos ciudadanos que ningún otro régimen considera respetar, un dato a tener en cuenta.

Por eso chirría tanto que una de las reivindicaciones populistas más escuchadas en Barcelona estos últimos años haya sido la de instaurar una «verdadera democracia» y la «voluntad del pueblo» mediante asambleas populares, unos y mediante votaciones plebiscitarias y referéndum unilaterales los otros. Es la negación de la democracia liberal e ilustrada. Puede que me equivoque, pero eso no puede ser bueno. 

Ya sabrán de quién les hablo cuando señalo a cierta alcaldesa y sus amigos que se llenaron la boca de asambleas populares y cosas por el estilo. A poco de esgrimir el bastón de mando y tener la situación más o menos bajo control, exclamó «L’état c’est moi» sin la gracia y el salero del Rey Sol, todo sea dicho. 

Seguir las aventuras de quien hoy preside la Concejalía de Emergencia Climática y Transición Ecológica en las hemerotecas es un buen ejemplo de la conversión de un asambleario en un ordeno y mando. Sus desplantes maleducados a asambleas de vecinos cuya opinión no coincidía con la de su eminentísima señoría, dan para llenar un álbum. Porque, como ya saben, las asambleas están bien si te aplauden, pero mal si te llevan la contraria. Recuerden los feos que ha hecho una y otra vez a los vecinos de Sant Andreu del Palomar, que tienen razones de sobras para afirmar que la recogida de basuras (residuos, perdón) puerta a puerta que les han impuesto es un desastre. Lo del señor concejal es de sostenella y no enmendalla, como decían en castellano antiguo, porque la suya es la «voluntad del pueblo» y lo demás, una conjura fasciocapitalista heteropatriarcal.

¿Qué existe entre una izquierda que no es izquierda, sino una cosa guay del Paraguay, y una extrema derecha que ha enloquecido con la bandera, sea «indepe» o tenga nombre de diccionario? Entre «verdaderas democracias» que son tomaduras de pelo y disputas encendidas e interminables sobre el sexo de los ángeles, los indecisos desearíamos de verdad que alguien propusiera cosas concretas y factibles en las próximas elecciones municipales: la limpieza de las calles, la conservación del patrimonio cultural y social, ayudas a la tercera edad, la construcción de vivienda pública, cómo gestionar el turismo o qué bombillas irán en el alumbrado público. 

Sé que es muy triste ceder ante esta humilde petición, pero más triste es tener que pedir lo que tendría que ser normal, ¿no creen?