Es mucho más que llamativo el tratamiento informativo del llamado “caso Negreira”. Tanto los que dan por hecho que el Barça pagó, aunque no se sepa muy bien por qué, como los que sospechan que compraba árbitros, disparan contra el corruptor, pero casi nadie parece interesado en señalar la existencia y responsabilidad, por presuntas que sean, de los corruptos. Los árbitros. Se aplica aquí la misma norma que en la judicatura, quizás porque los árbitros son los jueces de primera instancia de cada partido: se evita señalar su posible connivencia con el que paga. Ya sea en forma de dinero, como presuntamente hizo el Barça, ya sea en forma de promociones, como todo indica que hacen los partidos políticos con los jueces. Pero una cosa está clara: si hay uno que paga, hay otro que cobra. ¿Sólo la familia Negreira?

Seguramente toda esta historia tiene que ver con las prebendas que consiguen para sí los que tienen capacidad de decidir sobre vidas y haciendas. Los jueces y los árbitros. Meterse con ellos es provocar que el gremio se revuelva y tome decisiones en el futuro inmediato contra quienes les critiquen. De hecho, los jueces españoles protagonizaron, tiempo ha, un serio intento de imponer que cualquier discrepancia con sus sentencias pudiera ser considerado desacato. No lo consiguieron. Pero lo intentaron.

En el caso del Barcelona, la cantidad de dinero que se ha movido hace sospechar que ha habido muchas manos dispuestas a recibir al menos una parte. No necesariamente en forma de billetes. Se puede hacer un favor a cambio de ser designado como árbitro en un campeonato internacional o ser promovido o degradado pasando de una división a otra. Como ocurre con los jueces que, cuando se han portado bien con un partido político, éste les apoya para formar parte del Consejo Superior (que luego designa cargos y aplica o deja de aplicar sanciones disciplinarias) o del Supremo o del Constitucional.

Estos mismos días se han conocido dos actitudes de jueces en ejercicio que son mucho más preocupantes que lo del Barça. Después de todo, si el club compraba árbitros o era extorsionado por alguno de ellos no deja de ser un problema entre particulares. Pero los intercambios de mensajes entre José Ramón Navarro, presidente de la Audiencia Nacional, y un presunto delincuente ya procesado, Francisco Martínez, el ex secretario de Estado de Seguridad con Mariano Rajoy son asuntos de hondo calado público. Con el añadido, por lo menos curioso, de que el juez Manuel García Castellón conociera estos correos y no hiciera nada con ellos. Cuando se ha sabido de su existencia, la posible falta del juez Navarro ya había prescrito.

Paralelamente, los jueces en su conjunto (todas las asociaciones profesionales) han callado. Igual que los árbitros, menos uno, en el caso del Barça: sólo han salido a la palestra para decir que todos, absolutamente todos, son unos inocentes. Será porque no se enteraban del dinero que se movía en su nombre.

El problema real no es si se compran o se venden arbitrajes. Hay sentencias que dejan claro que sí. Del mismo modo que ha habido sentencias que condenaban a algún juez por hacer de su capa un sayo, confiando en que no le iba a pasar nada porque la prueba de la corrupción es muy difícil. El problema es la falta de mecanismos de control de quienes dictan sentencia. Se da por sentado que cuando un juez se equivoca, lo que resulta evidente si un tribunal superior lo desautoriza, lo hace sólo por un problema de interpretación. Pero esta tesis los convierte en irresponsables, en el sentido de que no se les puede pedir responsabilidades. Igual con los árbitros. Anotan gol o lo anulan y el resultado resulta ya inamovible y el perjudicado no tiene derecho a ser resarcido por el perjuicio. Las víctimas se quedan sin capacidad de defensa.

Que el Barça pagó parece fuera de duda, salvo para Tebas. Ni en sus momentos más tontos de arremeter contra el mundo, Joan Laporta ha intentado negarlo. Si fue para obtener beneficios parece claro que puede ser acusado de corruptor (como a los constructores que sobornan a los miembros de una mesa de adjudicación de obras) pero no de corrupto. La verdadera corrupción está en el campo de los árbitros. Un campo hacia el que apenas mira nadie. Ni ellos ¡tan dignos y ofendidos! Y, como en el caso de los jueces, con plazos de prescripción verdaderamente cortos.

Cabría, claro, dimitir por vergüenza. Pero si no lo hace el presidente de la Audiencia Nacional, ¿por qué lo van a hacer los árbitros que ya ni siquiera viste de negro, como ocurría antes, evocando el color de las togas judiciales?