Cada vez que lo recuerdo, me sonrojo por dentro. Era una misa dominical en que un niño de cinco años descubrió en el banco de delante a un hombre que llevaba peluca. Los niños desvelan fácilmente la peluca de los adultos. Ven algo raro porque hacen asociaciones visuales muy rápidas. De repente, identifican el pelo de ese señor con el de su propio perro, no les cuadra y entonces reaccionan para investigar. Un niño es capaz de decir en pleno ascensor –donde van sus padres y un vecino– que el pelo del vecino se parece al de la muñeca de su hermana. Los niños saben.

El caso es que, acabado el oficio de domingo, el niño esperaba la ocasión. Cuando aquel hombre con peluca se sentó en su banco, el niño miró bien y, en un arrebato de travesura, se le acercó por detrás y le arrancó al buen hombre el postizo, blandiéndolo en el vacío ante el asombro de todos, como si de un trofeo de caza se tratara. Se reía a carcajadas mordiendo el aire con sus dientes de leche: ¡lo he descubierto…! y su abuelo devolvía el mechón de pelo a su propietario en tono de disculpa. Los niños –repito–saben.

En plan de familia, en algún día de cumpleaños, echo mano de distintas pelucas que conservo para divertir a todos, hacer algún papel histriónico o aprovechar para reírme de mí mismo. Pero no a todos los calvos les resulta igual de divertido. Putin lo lleva bien, pero Berlusconi y Trump han invertido fortunas para rehabilitar su perdido vigor capilar. El tema se presta mucho al sarcasmo y a la sátira porque se basa en una obvia falsedad óptica que el interesado pretende que todos se tomen en serio. Sin ir más lejos, tras la coronación del rey Jorge III y la reina Charlotte de Inglaterra, en 1781 William Hogarth publicó una serie de grabados sobre la relación entre los tipos de peluca y los cinco órdenes de arquitectura. Cáustico. La peluca –atención, además– ha estado desde siempre asociada al poder político, judicial y eclesiástico. Veamos.

Hay tweets que dicen que Carles Puigdemont es el mismísimo Raül Romeva que se presenta con peluca, pero eso es una exageración. El caso de Puigdemont sería fácil para un niño, como lo es para nosotros. Su peluca es impecable, en todos sus ingredientes: cabello natural, desorden bien estudiado, color perfecto para las arrugas de la cara y un seguimiento fotográfico, por parte del interesado y de quien le cuida, sin fallos. El President y sus peluqueros conocen bien su imagen capilar y la presentan perfectamente sin fallar nunca. Sin embargo, hay tres cosas que son ontológicamente indisimulables, aunque sea en una buena peluca: fallan los perímetros relativos del cráneo y la malla del pelo (hay aire ocioso), se da una mala conexión patillas-peluca, y las sienes se presentan vacías. Estos tres problemas de por sí no serían novedad, ni siquiera en un buen pelucón como el del President.

La cuestión aquí es la compostura general que resulta y la situación política que vivimos. Porque no es lo mismo una peluca usada como instrumento de trabajo profesional que un país como Catalunya que pretenda disimular su calvicie e improvisar un aditamento que esconda sus desnudeces. La peluca del President, en este contexto, enseña una realidad imposible de maquillar: la actual bancarrota política de Catalunya. Pero no se engañen: esa peluca no es una metáfora de nada sino la realidad misma escenificada, teatralizada y a punto de caer por los suelos. Estamos en un momento en que Puigdemont y Colau no son representaciones de cosas que no se ven: reflejan, tal cual, lo que es Catalunya y Barcelona; sin trampa ni cartón. Por eso estamos preocupados.

Se puede afinar más el discurso: ¿qué es lo que se mueve bajo la peluca de Puigdemont? Ahí debajo hay un político de transición, no escogido por votantes, sin un discurso propiamente suyo. Él deambula por sitios, habla con gente, sale en la foto. Pero no parece que tenga entidad propia. ¿Qué hay entonces bajo las apariencias de un postizo, marioneta de las circunstancias, político sin oficio ni beneficio? ¿Por qué tanto interés en que Catalunya fracase en un proyecto político fracasado? Ahí está el Plan B del presidente de España, Mariano Rajoy. El hombre de la peluca debe estrellarse para que Oriol Junqueras, esta vez sí que a cambio de un pacto de Estado que tendrá nombres propios, presida una Catalunya que se habrá beneficiado de unas prebendas venidas de Madrid que están ya decididas. Mientras, Ada Colau se agazapa detrás de la delicada situación que a la postre podría ayudarla a devenir la primera mujer Presidenta de la Generalitat de Catalunya. Parecen futuribles, pero quizás vayan a ser presenciables. Saber esperar.