Josep Maria Argimon, el anterior conseller de Salud, fue uno de los abanderados del final de la obligatoriedad del uso de las mascarillas en el transporte público –último ámbito en el que se mantenía--. Los efectos de la vacuna habían reducido la peligrosidad del virus, argumento más que suficiente para que gentes de mentalidad liberal como es el caso de este médico, se inclinaran por no imponer sino por convencer de la conveniencia de su utilización.

El criterio de Argimon se ha ido imponiendo. De tal manera, que en el metro de Barcelona la megafonía no para de advertir de la obligatoriedad de cubrirse nariz y boca en el interior de los vagones, algo que cumple una ínfima parte de los viajeros, convencidos de que pese a los altavoces el asunto no va con ellos. Esa desobediencia colectiva se produce en las barbas de los agentes de seguridad de TMB, que han desistido de hacer cumplir la norma a la vista de los problemas que les genera.

Realmente, es una papeleta. No solo para los seguratas, que reciben incluso palizas por cuestiones tan banales como pedir el billete a un pasajero, sino en general para cualquiera que tenga algo que decir sobre la cuestión. Obligar y orden son palabras mal vistas en nuestros días. Por eso, cualquier epidemiólogo o investigador que sea preguntado por el tema se sale por la tangente de la voluntariedad.

Solo hay que pasar por alguna calle poco iluminada de Barcelona para comprobar qué hace la gente con las cagadas de su perro: dejarlas para el que venga detrás. Lamentablemente, en muchas cuestiones, demasiadas, no basta con la libre decisión de cada cual. Si fuera así carecerían de sentido los límites de velocidad en las carreteras y el Código Penal entero.

Convertir algo en obligatorio es una decisión difícil, pero probablemente para eso están los gobernantes. Esa dejación no es inocente, solo se aplica en cuestiones que pueden dar resultados electorales. Se puede apreciar en la vida corriente. Por ejemplo, en algo que sucede a diario en Barcelona: un ciudadano al que le dan el alta en cualquier hospital público recibe un informe sobre su salud en una sola lengua, que no es la mayoritaria de los usuarios de la sanidad pública de Cataluña; ni siquiera tiene la opción bilingüe, como señala nuestro marco constitucional; está escrito en la que impone la Generalitat, el catalán. 

Ese paciente, después de haber pasado horas o días en el centro sanitario con la mascarilla a cuestas, tomará el metro y podrá comprobar, mientras se esfuerza en entender el informe de marras, que es de los pocos que la llevan. En el trayecto a pie hasta la parada, sobre todo en los alrededores de Sant Pau, Vall d'Hebron o el Clínic, habrá podido ver la sorprendente cantidad de gente que no recoge los excrementos de sus mascotas porque confía en que la falta de iluminación y de testigos evitará una sanción. ¡Qué harían estos amantes de los animales si embolsar las cacas no fuera obligatorio, sino solo una recomendación!

¿Por qué es tan liberal un exconseller de Salud alcaldable neoconvergente de Barcelona con las medidas de protección ante los virus respiratorios --se esperan picos de gripe y de Covid en los próximos dos meses-- y tan autoritario, sin embargo, con el idioma de los enfermos?