Una semana después de las elecciones municipales, la gobernabilidad de Barcelona es una incógnita. Un juego de intereses con muchos actores. Ernest Maragall ganó con 5.000 votos de margen respecto a Ada Colau, pero su raquítica victoria exigía un gesto de altura que no llegó, obcecado el líder republicano en remarcar su compromiso con la causa independentista cuando su representación ha menguado respecto a 2015.

La errática puesta en escena de Maragall tras su victoria en las urnas ha reanimado a Colau, que ha pasado de llorar de impotencia por su derrota a visualizar un segundo mandato con una investidura que contaría con el apoyo del PSC y de Manuel Valls. Es decir, del partido con el que rompió traumáticamente por su apoyo al artículo 155 de la Constitución y del “candidato de las élites”, según palabras de la propia Colau.

Tanta generosidad no parece seducir a Colau, que se enfrenta a una decisión harto complicada. La todavía alcaldesa de Barcelona insiste en su voluntad de formar parte de un gobierno de izquierdas (ERC, comuns y PSC), una opción remota por las tensiones actuales entre republicanos y socialistas, estrechos de miras en lugar de repartirse el Área Metropolitana de Barcelona (AMB) y la Diputación de Barcelona.

Los comuns, por su parte, tienen un dilema. O varios. Por un lado necesitan la alcaldía de Barcelona para maquillar su caída en las últimas elecciones y continuar alimentando a muchas entidades amigas. El control de la caja de Barcelona no es poca cosa. El factor Colau ha tapado muchas tensiones internas, algunas suscitadas por el gran poder que tiene Adrià Alemany, su marido, muy próximo a las tesis independentistas. Por otra parte, las bases no entenderían una investidura con el respaldo de Valls, a quien demonizaron y ridiculizaron durante la campaña electoral. La partida de póker sigue abierta y no se puede descartar un gobierno de Maragall en solitario. O un pacto entre ERC y los comuns.

ERC, Comuns y, en menor medida, el PSC, priorizan sus intereses a los de Barcelona. Valls, en cambio, ha dado un golpe de efecto que puede tener consecuencias letales en su complicado encaje en Ciudadanos. Junts per Catalunya, por su parte, ha pasado de ser un actor secundario a interpretar un protagonismo casi residual.

Barcelona necesita de amplios consensos. Las disputas ocasionadas por el proceso soberanista han frustrado coaliciones que en otros tiempos serían normales. La Ciudad Condal, con la fuga de muchas empresas y escenario del descontento de unos y otros, ha sido la gran víctima de las disputas identitarias, pero también debería ser la solución. A corto plazo, sin embargo, no se vislumbra una salida. Barcelona está tocada y necesita un cambio radical. Si Maragall es su imagen, apañados vamos. Si Colau repite, la cosa se pondrá muy fea. La gesticulación y los dogmas deben ser sustituidos por una gestión más responsable, pero los resultados del 26M son un problema añadido. Estem fotuts!