Sé que suena fatal y que denota muy mal perder, pero cada día detesto más a mis conciudadanos. Resulta que sus dos aspirantes favoritos a la alcaldía son una demagoga populista -o, mejor dicho, una actriz que interpreta ese papel- y un burócrata socialista reconvertido en soberanista de última hora. ¿Cómo apreciar a una gente así? ¿Cómo sentirse orgulloso de la propia ciudad? El independentismo y el populismo han triunfado, como predecían las encuestas, y mi candidato, Manuel Valls, se ha tenido que conformar con seis concejales.

No está del todo mal, teniendo en cuenta el trato que se le ha dispensado desde que volvió a Barcelona. En una ciudad europea normal, la gente, por lo menos, se tomaría la molestia de escuchar a alguien que en Francia ha sido alcalde, ministro del interior y primer ministro. En Barcelona no. En Barcelona, desde un buen principio, se le ninguneó, se le acusó de fracasado, se le tildó de facha y se le deseó lo peor. Populistas e independentistas se pusieron de acuerdo para presentarlo como el Anticristo y se han salido bastante con la suya, siguiendo el tono general de la política catalana de los últimos años, en la que siempre se imponen los más cerriles.

No puedo ser objetivo porque, a petición del candidato, con el que hemos hecho cierta amistad desde que regresó a su ciudad natal, ocupaba el simbólico puesto 40 en la lista de Barcelona pel Canvi, que cerraba Inés Arrimadas. No me apunté por medrar -cosa, por otra parte, imposible en cuadragésima posición-, sino porque la Barcelona que Valls ansiaba era la misma que yo tengo en la cabeza desde la Transición y que nunca ha llegado a existir. Esa Barcelona catalana, española y europea que, por el momento, ni está ni se la espera. Contagiada por el soberanismo carlista y rural, mi querida ciudad cada vez se diferencia menos de la Cataluña profunda, lo cual es una tragedia para algunos y el sueño húmedo de los nacionalistas.

Como supuesta izquierdista, Ada Colau tuvo la oportunidad de oponerse al cerrilismo de los separatistas, pero prefirió reírles las gracias sin conseguir gran cosa a cambio, pues los genuinos patriotas siempre la han considerado una españolaza. Lo comprobamos cuando se deshizo del PSC por la aplicación del 155: entre la izquierda y el nacionalismo, se inclinó por éste. Y no me extrañaría que ahora intentara mantenerse en el poder pactando con el Tete Maragall: un ayuntamiento controlado por esos dos fenómenos sería como para exiliarse.

 ¿Alegrías de estas elecciones? Pocas, pero menos da una piedra: nos hemos librado de la CUP y de Jordi Graupera. Y de Vox. El PSC ha doblado sus escaños en el ayuntamiento. Y Barcelona pel Canvi está tocada, pero no hundida. Queda partido. Y los nacionalistas no pueden hacer mucho más que gesticular si no quieren acabar en el trullo. A eso se dedicarán con renovados ímpetus, lo cual nos llevará a los demás a incrementar nuestras provisiones de paciencia, ya que, a la hora de incordiar y patalear, se pintan solos. Cataluña sigue en su línea y Barcelona empeora un poco más. Pero también a eso sobreviviremos.