Quienes deciden dónde se celebran las galas de presentación anual de la guía Michelin se devanan los sesos para encontrar lugares con un ambiente propicio a lo que significan sus calificaciones y al negocio que mueven. Las estrellas de la editorial francesa representan el lujo, la excelencia y la exclusividad quizá como ninguna otra marca en el mundo.

En noviembre próximo, Michelin presentará la nueva clasificación del summum gastronómico en Barcelona. No sabemos quién gobernará la ciudad en ese momento, pero me atrevería a decir que a estos gigantescos influencers de los manteles y a su gente en España les importa poco. Cabe suponer que, en caso contrario, optarían por otro lugar más amigable.

Es cierto que la actual alcaldesa presume cuando le conviene del liderazgo barcelonés en lo que se refiere a distinciones de la guía. La última vez que lo hizo fue a finales del año pasado en la presentación del plan de transformación del sistema alimentario [sic] de cara a 2030.

Pero nadie puede creerse que Barcelona en Comú haya contribuido lo más mínimo a que 71 establecimientos de la ciudad figuren en el libro rojo de la gastronomía. Ni mucho menos que tenga tres restaurantes con tres estrellas, cinco con dos de ellas y otros 16 con una. Nada hay más contradictorio con la política laminadora –por falsamente igualitaria-- de nuestro consistorio que un local distinguido con tres estrellas Michelin, con el lujo, el coste, la elegancia y la exclusividad que comporta.

La elección de nuestra ciudad demuestra, una vez más, que una cosa es la política del circo hecha para distraer a los ciudadanos y otra muy distinta la realidad. Por suerte, hay quien toma decisiones sin dejarse llevar por espejismos y conduce con las largas puestas.