Podría parecer que la oposición de ERC al último proyecto de los comunes sobre las terrazas de bares y restaurantes en Barcelona responde a un deseo de compensar el error de principiante que cometió Ernest Maragall al anunciar su negativa al proyecto de presupuestos de Ada Colau para dar marcha atrás unos días después obedeciendo órdenes de sus superiores.

Pero quizá no sea así. Los republicanos, como las asociaciones de vecinos, ya habían mostrado antes su disconformidad con la idea del equipo de gobierno municipal de dar un giro de 180 grados a su política de terrazas. Barcelona en Común, que se ha distinguido desde 2015 por el enfrentamiento permanente con el sector de la restauración, y con el hotelero, se adaptó a las necesidades de la lucha contra la pandemia autorizando de forma provisional la ampliación del espacio público de bares y restaurantes.

El consistorio ha dado casi 3.700 licencias extraordinarias, lo que sitúa el parque local en 10.170 mesas y 39.370 sillas. De esos permisos, el 33% corresponde a establecimientos que antes de la Covid no ocupaban la acera y el resto a ampliaciones de instalaciones ya existentes. Ahora, quiere consolidar esas concesiones de forma indefinida de manera que las terrazas que han ocupado espacio de la calzada de donde han sido expulsados los coches –son el 43% de las nuevas licencias y suponen la pérdida de 2.652 plazas de aparcamiento-- se mantengan para siempre una vez retirados los bloques de hormigón que ahora las rodean. Y lo mismo quiere hacer con los veladores que han desplazado a los peatones de las aceras.

No parecen muy razonables esas prisas. No hay necesidad de que las licencias se conviertan en definitivas el 1 de enero de 2022, entre otras cosas porque no sabemos qué ocurrirá con la epidemia ni qué nuevas recomendaciones sanitarias pueden imponerse.

Tampoco las sustenta la solidez de la estrategia municipal en la materia, que en apenas seis años ha cambiado radicalmente. Y mucho menos la realidad de la calle. Jordi Rabassa, concejal de Ciutat Vella, donde se concentra el grueso de la conflictividad en este asunto, anunció a bombo y platillo el 30 de noviembre que se habían aplicado 17 sanciones muy graves tras las inspecciones realizadas en un solo día en el distrito, y que habían originado la apertura de 25 expedientes. Sin dar nombres, explicó que un bar en concreto había montado 21 mesas en el exterior sin disponer de permiso ni siquiera para una. Y que otros locales disponían de ocho o nueve mesas también a las bravas.

Si ese era el resultado de la inspección de un solo día, ¿cuál debe ser el panorama de Barcelona en su totalidad? ¿Lo sabe el consistorio? ¿Es aconsejable con esos precedentes consolidar la barra libre actual?

Pero las denuncias publicitadas no responden a una línea de actuación coherente del ayuntamiento. Todo es mucho más caprichoso. Cuatro días antes de dar a conocer esas cifras, el mismo concejal había tuiteado fotografías en las que se distinguía claramente el objeto de la intervención de la Guardia Urbana, el restaurante Salamanca, uno de los clásicos de la Barceloneta, al que el consistorio multó con 7.000 euros porque después de haber recibido dos avisos mantenía mobiliario no autorizado en la calle, elementos como bandejas, carritos, mamparas, mesas y sillas.

Un malpensado podría atar cabos y llegar a la conclusión de que Rabassa, el ariete de los comunes en la campaña de la recuperación de la jefatura de policía de Via Laietana para la memoria histórica del pueblo, se había empleado a fondo en señalar a una marisquería cuyo propietario ha mantenido históricamente excelentes relaciones con la Policía Nacional, algo que es de sobras conocido en toda la ciudad. Silvestre Sánchez, paciente, se lamentó: “Parece que nos tenga manía”.

El consistorio ha tenido ahora una nueva ocurrencia. Ha expulsado a los automóviles de muchos espacios de la ciudad con la idea de que los ciudadanos los ocuparan, algo que no siempre ha ocurrido. Quienes sí han aceptado la invitación encantados de la vida han sido los restauradores. La ocupación de ese espacio que han dejado libre los coches, les convierte en aliados tácticos del urbanismo tácitico de los comunes en su cruzada contra la motorización, lo que no constituye precisamente un proyecto sólido para el futuro de Barcelona, aunque presuntamente les autoriza a cambiar otra vez de orientación: barra libre para todos, excepto para quienes ellos han señalado como enemigos.