Mal que nos pese, mucho tenemos que aprender de Francia en muchos asuntos, especialmente en la manera en que ponen en valor su patrimonio cultural. Estando de visita en Lyon con motivo de su festival de novela negra, Quais du Polar, una de las cosas que me llamó la atención fueron sus traboules, pasajes que cruzan los patios interiores de los edificios colindantes para pasar de una calle a otra sin dar rodeos. Hay algo más de 230 traboules y los guías turísticos de la ciudad muestran algunos sin perturbar la cotidianidad vecinal, pero orgullosos de esa singularidad que fue especialmente útil durante la Segunda Guerra Mundial. Muchos ciudadanos pudieran escabullirse del acoso de los soldados alemanes y los miembros de la Gestapo sin que estos atinaran a saber cómo se habían esfumado en mitad de la calle ante sus narices.

En Barcelona hay –o había hasta hace poco- 400 pasajes. Pero nadie se había preocupado demasiado en su importancia como hilos que forman las costuras interiores que cosen la ciudad, hasta que el minucioso y tenaz explorador cultural Jordi Carrión se propuso cartografiarlos en su nueva obra, Barcelona, libro de los pasajes. Este escritor y doctor en Humanidades –autor, por ejemplo, de una excelente vuelta al mundo a través de una serie de librerías singulares- se ha pasado años apatrullando la ciudad. Curiosamente, en el mundo de los satélites artificiales, de Google y de las redes sociales, su fuente de información más precisa fue una de esas añejas guías amarillas de Barcelona (la que hubo en mi casa durante lustros era de color naranja) con ese callejero de letras troqueladas para buscar en los planos divididos en cuadrículas. Dando un paseo por algunos de esos pasajes, me cuenta que marcó cerca de 400 pasajes en esa guía y se pasó tres años recorriéndolos cuadrícula por cuadrícula y documentando cada uno de manera obsesiva. No tanto con un espíritu de notario como sí de cronista, teniendo por modelos a un cronista casi enfermizo de la ciudad como el Barón de Maldá, un pateador de calles incansable como Huertas Clavería y, especialmente, su admirado Walter Benjamin, que se pasó 13 años confeccionado un libro sobre los pasajes de París que quedó inconcluso.

Por la naturaleza de calles privadas de estos pasajes, alguien podría pensar que se trata de lugares de cierta distinción social y algunos de ellos lo son. Pero Carrión se pone serio para señalar que ha querido “no sólo rastrear los pasajes del centro de la Barcelona aristocrática del XIX, sino llegar hasta el siglo XXI, en toda su complejidad. Yo vengo de emigrantes andaluces y no me sentía cómodo hablando solo de los grandes prohombres y burgueses. Barcelona tiene una deuda histórica con su pobreza”.

Cerca de la Sagrada Familia, nos detenemos en el Passatge Conradí, que es la calle más antigua de l’Eixample y conserva en las fachadas de las casas, con un digno aire provincial algo descascarillado. Cerca de allí está el Passatge de Pau Hernández y al penetrar en él es como viajar en el tiempo. Las hileras de casas, que se construyeron para trabajadores de la Exposición de 1929, conservan ese aire menesteroso y obrero de los tiempos en los que en Barcelona había obreros que querían serlo y mantenían puño en alto la conciencia de clase. Carrion, que debe tener ya miles de fotografías, todavía capta alguna imagen de un picaporte o de un balcón. En esos callejones alegres hay macetas en la calle. El autor explica que “El Modernismo llenó Barcelona de motivos vegetales y plantas, pero pintadas o petrificadas en los adornos de las fachadas. Es como una despedida de la vegetación que se destruye para construir los propios edificios modernistas”.

En la placidez de esa calle que parece la de un pueblo, le pregunto si no corremos el riesgo de caer en un cierto ensimismamiento, aunque sea “pasajero”. Sonríe. “Yo estoy vacunado contra la hipoteca Baudelaire. Todas las generaciones han perdido la ciudad de su juventud y creen que esa era, precisamente, la más importante. Pero no era más en la cadena de pérdidas”. Pero aunque trate de esquivar la melancolía hay algo en estos pasajes que hablan de relaciones vecinales estrechas y de una ciudad hecha a una escala más humana, que tiene un sabor a tiempo encapsulado. Y tal como traza su recorrido Carrión en este libro sugerente, a medio camino entre el ensayo urbanístico, la crónica literaria, el libro de viajes y el diario personal, a uno le dan ganas de echarse a la jungla de asfalto a hacer un safari fotográfico de pasajes. El Ayuntamiento de Barcelona, tan necesitado de ampliar el relato de una Barcelona que consume su leyenda a dentelladas, haría bien en proteger y situar algunos de estos pasajes como antídoto a una ciudad que de tan gentrificada empieza a parecer centrifugada y que está perdiendo su identidad a chorros.