La Guerra Civil supuso el exilio de millares de personas, entre ellos escritores de diversos géneros, incluyendo, claro, a los poetas. También el silenciamiento de sus obras y pensamientos. Y en algunas ocasiones, supuso también su muerte. Hay tres poetas que murieron como consecuencia directa de la sublevación fascista: García Lorca, Machado (Antonio) y Miguel Hernández.

El caso más llamativo, por lo miserable de los comportamientos que lo rodean, es el asesinato de Federico García Lorca, enmarcado en un proceso general de represión indiscriminada que se produjo en Granada. Machado murió en Collioure, formando parte de la diáspora que intentaba huir de la barbarie porque sabía que sólo podían esperar un trato cruel por parte de los vencedores, aunque se decían seguidores de un mensaje, el de la Iglesia Católica, que habla de perdón y misericordia. Finalmente, está Miguel Hernández, fallecido en la cárcel porque el régimen se negó a que le trataran la tuberculosis, como recordó recientemente Manuel Aznar, catedrático de Literatura Española en la UAB. No lo mataron, permitieron que muriera. 

Los tres tienen algo más en común, añadido a haberse mantenido fieles al gobierno legal republicano. Las calles que les ha dedicado el Ayuntamiento de Barcelona se hallan casi juntas, en la absoluta periferia, junto a la estación del metro de Canyelles. Calles poco frecuentadas, no vaya a ser que la repetición de sus nombres sugiera a alguien la lectura de sus poemas.

Pero siempre hay gente rara en el mundo. De ahí que hace unos días se celebrara en la librería Byron de Barcelona un homenaje a Miguel Hernández que, aunque con un ligero retraso debido a esa pandemia que tanto ha alterado los calendarios y las vidas, buscaba conmemorar el 80 aniversario de su muerte. Podía haberlo organizado mucha gente, pero lo hizo una asociación, la Juan de Mairena, vinculada a la obra de Machado. Todo el acto era amateur, es decir, de gente que estaba allí por afición, por afecto, por amor. Profesionales muy serios en sus especialidades, amantes de la poesía y defensores de causas derrotadas. No por la derrota, sino porque las consideran justas. Y bellas.

El colectivo contó con la colaboración desinteresada de diversos especialistas que evocaron la figura y obra del poeta y recordaron sus textos, unos en forma de recitado y otros con música añadida. Destacar a uno por encima de los demás, no pudiendo citarlos a todos, sería una injusticia doble: para con los no citados y para con el trabajo del grupo que actuó precisamente de forma coral, lo que no deja de ser una anomalía en una ciudad, Barcelona, y un país, España, que parecen empeñados en creer que la salvación exige un líder carismático. A eso, antes, se le llamaba caudillo. Y ya se ha visto lo que dio de sí. Quizás por eso los partidos políticos se empeñan, con vistas a las municipales, en promover a quién encabeza la lista, como si los equipos fueran un asunto menor.

Tal vez no sea una casualidad que los partidos con opciones a ocupar la alcaldía de la ciudad tengan candidatos con especificidades curiosas. Junts ha tenido que acudir al baúl de los recuerdos y rescatar a un Xavier Trías que se habla menos que poco con la (aún) presidenta del partido. ERC tampoco ha sido capaz de encontrar una novedad y hace que repita Ernest Maragall, que fue un excelente concejal de Hacienda con Joan Clos, en el siglo pasado. Ada Colau repite contra los estatutos de su propia formación, dando por hecho que allí no hay nadie con talla suficiente para sustituirla, de modo que se ha tenido que adoptar una emergencia prevista, pero difícil de explicar. Jaume Collboni es un caso particular. Acudió como cabeza de lista a las últimas elecciones casi contra su voluntad y se vio sorprendido por un aumento de votos que creyó que eran suyos personales y no del partido. Ahora, cuando el PSC hubiera preferido a otro, él se ha agarrado al cargo. Es decir, en sus propias formaciones, todos estos candidatos son un mal menor porque asumen la tesis de que el caudillo es lo importante y lo demás se dará por añadidura. Y hay que decirlo así, porque es evidente que ninguno de ellos cree que ocupe el puesto por la gracia de Dios.

Es terrible esta obsesión por los liderazgos, porque la poesía sí puede hacerse en solitario, pero la política es cosa común. Lo más opuesto al individualismo aislado. El homenaje a Hernández es una prueba: fue una obra colectiva y voluntarista, por eso resultó impecable.