Barcelona es, en estos momentos, la tercera ciudad más endeudada de España, solo por detrás de Jerez de la Frontera y Madrid. Aunque cada ciudadano aporta al municipio cerca de 800 euros anuales, en Can Colau se deben actualmente 847 millones de euros (21 más que en 2021) a diferentes entidades, entre las que destacan el Banco Europeo de Inversiones, el Banco del Consejo de Europa y el BBVA. No es que tengamos en exclusiva la especialidad en el despilfarro, pues todos recordamos los proyectos faraónicos para Madrid de Ruiz Gallardón o Almeida, uno de los cuales, ahora no recuerdo quién, intentó convertir el Paseo del Prado en los Campos Elíseos de París y solo consiguió que Tita Cervera se atara a un árbol situado frente al museo Thyssen para que no se lo cortaran. Tita se salió con la suya y, de paso, le ahorró una pasta al ayuntamiento de la capital.

Yo creo que, con un poco más de ambición, podríamos convertirnos en la ciudad más endeudada de España, de la misma manera que hace un tiempo encabezábamos la lista de consumidores de cocaína en todo el país y yo diría que hasta en toda Europa. Todo es proponérselo, y en ese sentido, no podemos acusar a la administración Colau de no hacer todo lo posible para gastar sin tasa. Con el objetivo no reconocido de ocupar el puesto de honor de la lista de morosos españoles, Ada ha puesto en marcha ese plan de (supuesta) pacificación del Eixample que ha puesto a mi barrio patas arriba desde hace semanas y que, solo en las obras que afectan a la calle Consell de Cent, va a costar unos 50 millones de euros, según calculan los que entienden de estas cosas. Y, por el mismo precio, se traiciona la obra de Ildefonso Cerdà, que no diseñó el barrio para ciclistas y plantas, sino para coches y peatones, poniendo especial énfasis en que se trataba de una zona eminentemente comercial con muchas idas y venidas, ya fuese a pie o en furgoneta de reparto.

La onerosa traición al plan Cerdà es lo que más molesta a algunos de nuestros arquitectos más distinguidos, a los que el ayuntamiento no hace el menor caso. Abrió fuego el primero, hace un tiempo, Oscar Tusquets, lamentándose de la percepción adanista reinante en Can Colau y revindicando la cuadrícula del Eixample como ejemplo de organización moderna del espacio arquitectónico. Hace unos días le tocó el turno de quejarse a José Acebillo, el arquitecto de la era olímpica, quien se ciscaba educadamente en la reforma de los comunes por alterar los planes de Cerdà y, sobre todo, por querer aplicar al Eixample unas medidas que tal vez puedan funcionar en el casco antiguo de Barcelona, pero que le sientan como a un Cristo dos pistolas en la bendita cuadrícula a lo Manhattan de su diseñador.

Cada vez que paso por Consell de Cent, me pregunto si hace falta ampliar las aceras y reducir los carriles automovilísticos (mientras salen como setas por toda la ciudad los carriles bici). Me da la impresión, como a mucha otra gente, que eliminar o reducir el tránsito rodado en Consell de Cent llevará a un incremento de éste en la calle Valencia o alguna otra de la zona. Y, sobre todo, me parece que esa guerra contra el coche no lleva a ninguna parte razonable y puede afectar al comercio de la zona, pues no se sabe dónde van a aparcar las furgonetas de reparto cuando ya esté todo pacificado. Por cierto, ni Tusquets ni Acebillo ven con buenos ojos las superilles, que, según ellos, solo sirven para contribuir al caos urbano y preferirían que se pacificaran los patios interiores de las manzanas del barrio.

Dejando aparte a los especialistas en urbanismo, cunde la sensación de que la administración Colau está poniendo Barcelona patas arriba con unas medidas innecesarias que harán que la solución sea peor que el (supuesto) problema, aunque reconozco que su urbanismo táctico cuenta con ciertos apoyos en el ámbito internacional. En cualquier caso, si de lo que se trata es de convertir a Barcelona en la ciudad más endeudada de España, no me cabe la menor duda de que vamos por el buen camino.