La planificación en la carrera política, como en otros ámbitos de la vida, no resulta muy recomendable. Y menos ahora, cuando una buena agitación en la calle puede acabar con la dirección de un partido, como le puede pasar a Pablo Casado en el PP. En el caso de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, esa planificación pasaba por un salto hacia la política española que se antoja mucho más complicado de lo que pensaba. Colau ha admitido que su partido, los comunes, no puede demorar más la decisión y que en mayo tendrá sobre la mesa la designación de la candidata o del candidato a la alcaldía de Barcelona.

Colau no podrá decir que no. Aunque los sondeos, los propios y los del barómetro del Ayuntamiento de Barcelona, indican que lo tiene complicado para seguir en el cargo –es difícil compaginar una mala valoración personal frente a otros candidatos con la estimación del voto a partir del recuerdo de lo que ocurrió en las elecciones de 2019—  no le queda otra que presentarse para mantener la esperanza. Y es que la líder de los comunes quiere probar suerte en Madrid, con Yolanda Díaz como compañera en el Ejecutivo español, o al frente de alguna institución u organismo del Estado.

Los buenos resultados de los comunes en el último barómetro municipal se produjeron por diversas combinaciones. La recogida de datos se obtuvo justo después del encuentro de Colau con Yolanda Díaz en Barcelona y tras la cumbre de un grupo políticas de izquierdas en Valencia. Se señalaba que era el inicio de “algo maravilloso”. Era a mediados del pasado mes de noviembre. El elector de izquierdas en Barcelona, que se había sentido interpelado por ese posible proyecto de refundación de Unidas Podemos, a la izquierda del PSOE, se identificaba con Colau y señalaba en la encuesta municipal que la había votado en 2019, cuando no lo había hecho. Esa disfunción produjo una sobreestimación del voto a los comunes, según los expertos en demoscopia.

Pero la espuma se vino abajo. Yolanda Díaz no es ya la líder emergente, aunque mantiene una alta valoración. Y, en todo caso, y eso es lo que Colau no podía esperar, Díaz no prometió nada a la alcaldesa, ni le aseguró que formaría parte de su equipo. Una ducha de agua fría para Colau, que sí escuchó la posibilidad de colaborar con Díaz una vez se conociera la composición del próximo gobierno –si se reedita la coalición entre el PSOE y esa formación de izquierdas heredera de Unidas Podemos--, pero no como miembro del Ejecutivo.

Ante todas esas nuevas circunstancias, Colau volverá a ser candidata al Ayuntamiento de Barcelona, y los resultados dirán en qué posición se queda, finalmente. Pero su sonrisa se ha congelado. La ilusión de la alcaldesa era formar parte del núcleo duro de Díaz y organizar una formación política que pueda negociar con mayor potencia y capacidad un gobierno con el PSOE. Colau ya cuenta con Joan Subirats, su mentor político, como ministro de Universidades, en el actual ejecutivo de Sánchez, como compañero de Yolanda Díaz. Pero no será suficiente.

Colau ya no sonríe. Son muchas las dificultades, en la política española y en el consistorio, con un proyecto de ciudad que ha provocado una gran oposición entre la ciudadanía organizada. A lo que aspira ahora el partido de Colau es a establecer un acuerdo con ERC, que le garantice seguir en el gobierno, e, incluso, a llegar a un pacto previo con el PSC para lograr un bloque de izquierdas que pueda gobernar en los próximos años, al modo de una ICV reforzada.

Es cierto que los tiempos políticos han cambiado de forma notable. Pero una alcaldesa o alcalde, con una buena gestión, tendría ahora un terreno muy amplio para asegurarse una reelección en 2023. Cosa que no sucede en el caso de Ada Colau. Cierto es que los comunes ha sabido organizarse y que tiene una militancia muy activa. Pero tampoco es suficiente para asegurarse un primer puesto, con cierta holgura respecto al segundo.

Colau ya no sonríe como en noviembre de 2021. Quería ser la mano derecha de Yolanda Díaz. Pero es que la propia ministra de Trabajo ha comprobado que se puede caer al abismo en un suspiro. No supo –quizá es imposible– lograr la complicidad de ERC para aprobar la reforma laboral. Y solo el voto equivocado de un diputado del PP la salvó de la quema en la plaza pública.