La escena tuvo lugar en la Plaça Joanic. Una pareja de mochileros, de unos 30 años, desplegaba un mapa de Barcelona para descifrar cómo llegar al Park Güell. Al verlos, un chico del barrio se plantó ante ellos y escupió a sus pies. “¡Putos guiris!”, susurró mientras me miraba buscando mi complicidad. Los turistas, concentrados en descodificar el jeroglífico que tenían entre manos, no se percataron de nada.

Al chico en cuestión lo conozco de diversos actos celebrados en Gràcia. Es un tipo comprometido con las luchas vecinales y muy activo en las protestas contra el racismo. Un vecino ejemplar, vaya, que no se pierde manifestación alguna. Me quedé con ganas de preguntarle si su actitud no es acaso una reacción patológica que roza la xenofobia. O si simplemente tenía un mal día, vete a tu a saber.

El tiro al turista se ha convertido este verano en el deporte de moda en Barcelona. El asalto al bus turístico es solo la punta del iceberg de una animadversión hacia los guiris que recibe el beneplácito de amplios sectores de la sociedad. Es tan cierto que los protagonistas del asalto no representan el sentir mayoritario de la ciudad como que nunca antes los turistas habían tenido tan mala fama. Ahora, meterse con los guiris es mainstream... ¡y hasta progre!

Sin ningún tipo de rubor, algunos articulistas (también en esta casa) han reclamado un autobús exclusivo para los nativos en las rutas más saturadas. Otros piden que se reserven vagones del metro para que los autóctonos no tengan que viajar con los turistas sin camiseta que se dirigen a la Barceloneta. Algunos van más allá y exigen incluso un carné de “barcelonés auténtico” para tener privilegios en museos, ferias y eventos culturales. Unas peticiones que vienen además desde la izquierda. Ver para creer.

Recuerdo un bar de Londres con un cartel que rezaba No entry to dogs & spaniards. Yo vivía a escasos metros del pub pero, lejos de sentirme insultado, siempre compadecí a los dueños de ese cuchitril. Barcelona, que siempre había hecho gala de ser una ciudad tolerante, se parece cada vez más a ese antro xenófobo de Clapham North.

Durante décadas ha existido una barra libre con el turismo de la que ahora estamos pagando las consecuencias. Incivismo, masificación, ruido, pisos ilegales, gentrificación... A estas alturas nadie duda de la necesidad de ordenar todo este berenjenal (eso sí, con tantos matices como colores hay en el consistorio). Lo más difícil será reparar la imagen que está dando Barcelona este verano. Cuando los guiris encuentren destinos "más amables", esperemos no tener que arrepentirnos de nuestra antipatía selectiva.