Martín Caparrós ha descubierto que la vejez no es un estado de la naturaleza, sino un invento de los hombres tras siglos de desarrollo de la ciencia y la tecnología para que los individuos eludan la muerte cuando son incapaces de alimentarse por sí mismos, de defenderse y de ser independientes, las situaciones que dictan la sentencia definitiva e inapelable para el resto de los animales.

En El mundo de entonces el escritor argentino recuerda cómo esa longevidad ha dado lugar a un sistema de cuidados difícilmente sostenible para el mundo desarrollado, pero imposible para los países pobres, donde la esperanza de vida sigue estando 20 o 30 años por debajo de la media de la sociedad rica.

El progreso --concepto discutible en este caso para algunos-- que supone el alargamiento de la vida no se compadece con la calidad de ese periodo que conocemos como vejez, que es lo que realmente ha prolongado la medicina. A su alrededor se ha desarrollado una industria potente que en España da trabajo a casi 200.000 personas solo en las residencias y que emplea de forma alegal a muchos más cuidadores no profesionales.

Su número es difícil de calcular, como sucede con las empleadas del hogar, aunque con tendencia a crecer, al contrario que estas. Si en las residencias viven unos 400.000 ancianos y las Administraciones han reconocido a 1,6 millones de personas como dependientes y merecedoras de apoyos públicos podemos hacernos una idea aproximada de los potenciales demandantes de atención ajena que viven en sus casas.

Una parte –pequeña-- de quienes atienden esa demanda está legalizada a través de empresas que se dedican a la asistencia domiciliaria. Son compañías con gran potencial de crecimiento que tratan de introducir todo tipo de atractivos –tecnología, seriedad, trámites legales-- para convencer a las familias de la conveniencia de contratarlas en lugar de recurrir a personas sin asegurar y a un coste menor.

En estos momentos, el Gobierno tiene una buena oportunidad para normalizar esa actividad más allá de la positiva ley de la dependencia que aplican ayuntamientos y autonomías. El PERTE de economía social que está en marcha coordinado por el Ministerio de Trabajo podría ser un buen instrumento para profesionalizar los cuidados domiciliarios y consolidar nuevas fórmulas de atención más allá de las residencias.

El Estado, que ya paga de media el 62% de los 20.000 euros que cuesta al año una plaza residencial, incluidas las concertadas, podría establecer mecanismos de apoyo como desgravaciones fiscales, no exclusivamente aportaciones directas, para ayudar a las familias con menos recursos y dependientes a su cargo.

Permitiría que los ancianos con dificultades para valerse por sí mismos siguieran en sus casas, como desea la inmensa mayoría de ellos, además de ordenar un negocio sociosanitario pujante capaz de ofrecer garantías a sus clientes y poner freno a la creciente economía sumergida que genera esta actividad.