Hay momentos en la historia de las ciudades en los que determinadas personas adquieren una importancia singular. A veces, por su valía política, técnica e intelectual. En otras ocasiones porque a alguna de esas características se añade una huella aglutinadora y evocativa. Es el caso de Oriol Bohigas, un hombre en el que recae el sello de una enorme transformación urbanística de Barcelona. Se debe recordar que hablamos de una etapa marcada por tres elementos esenciales.

El primero guarda relación con la demolición conceptual de una manera de entender el urbanismo, el espacio público y la vivienda, que, de forma eufemística, tomó el nombre de porciolismo, y que, sin obviar algunas acciones apreciables, nos remitía a las dinámicas del funcionamiento del franquismo. El segundo elemento está marcado por la profunda actuación urbanística asociada a los Juegos Olímpicos, una operación que modifica la forma de entender la ciudad y que completa lo que algunos jóvenes técnicos de ese momento, funcionarios todos ellos del Ayuntamiento de Barcelona, --que años más tarde dirigirían la política de la ciudad--, habían dibujado en el Pla de la Ribera. Un plan que quería cambiar radicalmente la relación de Barcelona con el mar.

El tercer elemento, que ha situado Barcelona en un espacio ejemplar dentro del mapa de las principales ciudades del mundo, es el que establece una alianza entre el centro y los barrios, a partir de un proceso de dignificación del espacio público realmente espectacular. Sin ninguna duda se trata de una operación referencial que elimina radicalmente las periferias marginales en el seno de la propia ciudad.

Se trata, por tanto, de tres elementos capitales sin los cuales no podríamos entender la Barcelona actual y sobre los que Oriol Bohigas ejerció una influencia determinante. Quedó por evolucionar y desarrollarse, es cierto, una concepción integradora de la Barcelona metropolitana a la cual Bohigas le prestaba una especial atención y que, todavía hoy, es objeto de múltiples polémicas y no pocas carencias.

Pero a su peso público, que se antoja clave, se debe añadir una extraordinaria capacidad para situar en valor la arquitectura, como un vector fundamental de creación, transformación y narración urbana. De manera singular, su época comporta una eclosión fantástica de un relato que integra de forma magnífica la tarea de los arquitectos con el desarrollo imprescindible del urbanismo. No sería apropiado olvidarse de que Barcelona pasó a ser en todo el mundo un referente en los dos terrenos mencionados.

Parte de esta labor la desarrolló como arquitecto, conjuntamente con David Mackay y Josep Martorell, en uno de los despachos de arquitectura más prolíficos y evocativos de la ciudad. La Escola Thau, el Parque de la Creueta del Coll, la Fábrica Piher; la Escola Garbí o el diseño de la Vila Olímpica forman parte, entre más de un millar de obras, de su catálogo, aquí y en el resto del planeta. Y muchas de estas obras, más allá de su interés arquitectónico, configuran toda una declaración de intenciones.

Ahora, justo tras su fallecimiento, es necesario recordar su genio inspirador, también su obra como arquitecto y probablemente su carácter incisivo. Como intelectual era un hombre de ideas contundentes, como líder público era un enamorado de la ciudad, con un sentimiento que sabía transmitir con toda la capacidad ilusionadora que tienen los personajes que miran siempre al futuro.  

Larga memoria a Oriol Bohigas, y, principalmente, un eterno reconocimiento para su obra y su implicación con esta Barcelona que tanto queremos.