Nos ha dejado Ricardo Bofill, el arquitecto que situó a Barcelona entre las ciudades referentes en arquitectura moderna y contemporánea y, posiblemente, el más cosmopolita que ha tenido nuestra ciudad. Aunque vivió en Francia, Dinamarca, Suecia e incluso en Estados Unidos, él siempre preservó el orgullo de ser barcelonés.

Hace unos años pude adentrarme en la vida y obra de Bofill. Sus memorias, Espaces d'une vie (Espacios de una vida), editadas en París en 1989 por Odile Jacob y escritas con la colaboración de Jean-Louis André, me permitieron adentrarme en su manera de ver y vivir la arquitectura, en los valores y los impulsos que la generaban y que a base de reflexión y experiencia él mismo había sabido identificar. La primera frase del texto describe claramente quién era Ricardo Bofill: “Nomade, je suis devenu un nomade” (“Nómada, me he convertido en un nómada”), a la vez que deja entrever una cierta melancolía hacia su ciudad natal, Barcelona, y ninguna en su refugio identitario, Cataluña.

El legado universal de Ricardo Bofill es indiscutible. A lo largo de esta vida en constante tráfico creó una arquitectura singular, incidiendo en estilos neoclásicos al margen de los movimientos vanguardistas y contemporáneos, apostando firmemente por las proporciones áureas y el número de oro que las define al margen del desorden imperante en el crecimiento urbanístico desmedido de los años 60 y 70. Una vida prolífica, con más de mil proyectos y con edificios y espacios públicos en 35 ciudades. Una vida valiente, luchando por la armonía, la estética y la belleza en medio del caos y creyendo firmemente en el genius loci, el espíritu del lugar, que lleva a un arquitecto a integrar, sea cual sea el entorno, su lenguaje arquitectónico.

Su arquitectura era eminentemente política: defendía los márgenes como el espacio indispensable donde convertirse en uno mismo. Nos advertía sobre Cataluña: “Cataluña no es el centro. ¿Cómo podemos abrirnos al mundo si los catalanes tenemos la sensación de ser su centro?” a la vez que añoraba su tierra y recordaba que el franquismo le había empujado a marcharse.

Ricardo Bofill ha dejado un legado para Barcelona que va mucho más allá de lo icónico y tangible, como el hotel Vela, el Teatro Nacional de Cataluña, la Terminal 1 del aeropuerto de Barcelona o su querido Walden 7 en Sant Just Desvern. Su vida dedicada a la arquitectura, basculando en el espacio, transitando desde la tragedia griega hasta la absoluta belleza, nos deja una riqueza cultural incontestable.

Recuerdo la última vez que nos vimos, hace apenas dos meses. Su mirada desprendía la seguridad de quien lo ha vivido todo con intensidad y conciencia. La piel arrugada, pero bella, le confería el aura de quien ha luchado y trabajado como el que más, y al final puede sentirse satisfecho con la vida que ha tenido. Aquel día de septiembre Ricardo Bofill era investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Cataluña y quise acompañarle. Él había iniciado sus estudios de arquitectura en la ETSAB en 1956 y allí perpetró sus primeras provocaciones en el seno del régimen franquista, fundando el primer sindicato libre de esta facultad. Sus palabras, ese día, fueron perentorias: “Elegí la arquitectura porque pensé que la obra de arte arquitectónica trasciende el tiempo de la vida de uno mismo”. Ciertamente, su legado perdurará en Barcelona.

Nos ha dejado un brillante arquitecto, referente del urbanismo cosmopolita, un magnífico embajador internacional de Barcelona, una persona comprometida. No podemos hacer otra cosa que agradecerle toda una vida dedicada a la arquitectura y la belleza, y hacer lo posible para que sus obras y su legado perduren en la memoria colectiva de la ciudad.