Comparaciones extrañas, o no tanto. La política moderna ha adquirido una querencia por la nada, por la llamada gestión. No es bueno ningún acento ideológico, ninguna idea sobre cómo mejorar la situación de un determinado grupo social. Lo mejor es decir que las izquierdas o las derechas son un invento del pasado y que ahora lo que toca es ofrecer “libertad”, --beber cañas en las terrazas con los amigos—o que todo se soluciona “con gestión” para que Barcelona sea “la mejor ciudad del mundo”. ¿De verdad se ha interiorizado algo desde la transición para defender ahora esas impresiones? En la Comunidad de Madrid, Díaz Ayuso pronuncia frases incongruentes, extrañas y sincopadas, y en Barcelona, Sandro Rosell dice que huye de las ideologías como de la peste. Son los tiempos que corren.

Las incoherencias y los errores de bulto también se encuentran en la izquierda. El caso de Ada Colau y los comunes así lo demuestra, con prácticas poco comprensibles. La candidata de los comunes pide a la propiedad de la Casa Orsola que deje que el Ayuntamiento actúe como mediador para renovar los contratos de alquiler, una atribución que no le corresponde. El caso es que los dos flancos ideológicos andan muy desorientados.

Pero lo de Díaz Ayuso es característico de una derecha que no es capaz de asumir que defiende un tipo de sociedad determinado. Lo que se debería exigir es una mayor transparencia, sin máscaras. Si se apuesta por una sociedad en la que cada uno se apañe como pueda, y donde el azar sea la máxima guía, que se diga sin más dilación. En cambio, Ayuso, cuando recibe críticas por esa gestión en la que la derecha dice que es la más eficaz, suele caer en descalificaciones sobre el adversario político. Es cosa de “comunistas”, remacha, sin ninguna vergüenza.

En Barcelona hay muchos seguidores de Ayuso. Empresarios y gente sin complejos que destacan su ‘valentía’ para pasar de todos, de su propio partido, y dejar que la Comunidad, --sinónimo de la ciudad—vuele sola. Brazos abiertos al capital que llega de Venezuela –paradojas de la vida—y de otros países de Latinoamérica, y defensa rotunda de la sanidad y de la educación privadas. Un aprendiz es Sandro Rosell, que aspira a la alcaldía de Barcelona, con una lista propia, “ni de izquierdas, ni de derecha, sin partidos”, siempre que logre un grupo de personas dispuestas a jugar en la ‘antipolítica’. Señala que ya ha recibido reproches de su propio entorno, “porque la ‘no política’, es también política, desde un punto de vista filosófico”. Pero él se queda tan tranquilo. Y mantiene la ambigüedad sobre su candidatura a la alcaldía.

Es una especie de defensa de la política amateur. Todo lo que hemos conocido hasta ahora, salvo algunas excepciones, es una trampa, un engaño al ciudadano, vienen a decir los dos personajes. El ciudadano quiere “gestión” y “cervezas en la terraza”, y no le pregunten por nada más. Rosell insiste en que quiere que la ciudad “funcione”. Pero, ¿qué quiere decir con ello, que los camiones de basura lleguen a su hora, que se cobre puntualmente –y en menor cuantía, si puede ser—el IBI? ¿Ya está? 

Hay proyectos distintos. Es necesario que existan, porque en las sociedades hay conflictos de intereses, todos legítimos. Y no hay que llorar cuando se recrudecen. Lo que hay que saber hacer es escuchar, modular, y tomar decisiones en función de aquella máxima de Stuart Mill: el mayor bien para el mayor número de personas posible. Eso se traduce en una buena sanidad pública, en una mayor seguridad para los ciudadanos. Y ¡claro que hay fórmulas distintas para alcanzar esos objetivos!

Pero si se reduce la cosa pública a la defensa de la ‘no política’, o a la ‘libertad’ --¿sabe realmente Ayuso lo que significa?—entonces no habrá nada que hacer. Se habrá llegado a la nada. Y, desde la nada, es muy difícil construir algo con valor. Porque esa 'nada', y ahí reside la paradoja, está cargada de ideología, esa que venía a decir: usted no se meta en política.