El escritor inglés Eveyn Waugh publicó en 1948 una novela titulada The loved ones (Los seres queridos), que sería llevada al cine en 1965 por Tony Richardson sobre un guion de Terry Southern y Christopher Isherwood. Todo empezó a mediados de los años cuarenta, cuando Waugh, que había publicado Retorno a Brideshead en 1945, fue llamado a Hollywood por un productor que quería rodar una adaptación cinematográfica de dicha novela. La película nunca se hizo realidad (hubo que esperar a la espléndida serie británica de finales de los 70), pero la estancia en Los Ángeles le sirvió al sarcástico señor Waugh de inspiración para Los seres queridos, que tuvo su origen en la relación entre seres humanos y mascotas en California, que al escritor se le antojó tan delirante como propicia para escribir un libro sobre los cementerios para perros y, en última instancia, las personas que prefieren tratarse con animales antes que con otros seres humanos. Digamos que la novela no habría gozado de la bendición del PACMA, caso de que dicho partido animalista hubiera existido a mediados del pasado siglo.

Me acordé de Los seres queridos el otro día, leyendo este diario, cuando vi que Eloi Badia había tenido otra de sus ideas brillantes: ofrecer a los habitantes de Barcelona un servicio de funerales para perros, a unos 200 euros la unidad, que podían incluir la posterior entrega de las cenizas y la creación de columbarios caninos para depositarlas, permitiendo así a sus antiguos amos visitar la tumba de un chucho al que, tal vez, habían querido más que a sus cónyuges y familiares. No se le puede negar a Badia su instinto comercial, pues sabiendo que en Barcelona hay censados unos 180.000 perros, el ayuntamiento puede sacarse una buena pasta con los entierros a doscientos euros por chucho. Lamentablemente, resultó que ya había unas pocas empresas privadas que ofrecían esos servicios a los barceloneses y que ahora acusan a los comunes de intrusismo y competencia desleal. Yo creo que, si Evelyn Waugh aún estuviera entre nosotros, sentiría cierta satisfacción ante la evidencia de que la irónica distopía de 1945 sobre el amor a los animales por encima de las personas se había hecho realidad, y no solo en Estados Unidos (un país que le horrorizaba) sino en el seno de la vieja Europa.

Reconozco que la cuestión legal del asunto (¿tiene derecho el ayuntamiento a meterse en un negocio privado que ya existe y que debe alimentar a unas cuantas familias?) me interesa menos que su dimensión moral. En la práctica, lo de los funerales y cremaciones para perros, con entrega de cenizas o su posible emplazamiento en columbarios diseñados a tal efecto, no es más que una nueva aplicación de la ley de la oferta y la demanda.

Pero no deja de parecerme una parodia de los entierros de seres humanos: por mucho que hayas querido a Sultán o a Tresky, organizarle un entierro a la Federica para demostrar lo mucho que lo echas de menos tiene un punto obsceno en una sociedad en la que hay gente que no puede pagar ni un ataúd de los baratos para un ser (humano) querido. Hace cierto tiempo que vengo detectando una extraña evolución del cariño hacia el perro que se me antoja un tanto majareta. Ya sabemos lo que dijo el filósofo: “Cuanto más conozco a los seres humanos, más quiero a mi perro”. Pero hay algo muy triste y muy metafórico sobre tu relación con los de tu especie cuando te causa más pena la muerte de un perro que la de un ser humano.

Que nadie crea que les tengo manía a los chuchos. Por el contrario, suelen caerme bien y mi último placer culpable es mirar en Instagram vídeos de bebés con perros, pues me enternecen profundamente los esfuerzos mutuos de comprensión entre un irracional que, con un poco de suerte, dejará de serlo con el tiempo y otro que nunca superará la edad mental de dos años humanos. No tengo perro porque al pobre le reventaría la vejiga esperando que me acordara de sacarlo a pasear, pero he conocido a muchos y me parecen, en general, unos grandes chicos.

Lo que ya no me parece tan bien es sacar las cosas de quicio. Los perros suelen vivir algo más de quince años, así que, si los pillas de cachorros, tienes tiempo para prepararte para su desaparición y no convertirla en un drama. Para ellos, nada es un drama porque ignoran que se van a morir (¡bendita ignorancia!) y revientan un mal día sin haberse enterado de qué pintaban en el mundo ni habérselo planteado jamás: no se me ocurre mejor manera de morir. Si tienes un jardín, lo entierras y lo recuerdas con cariño. Y si no tienes jardín, lo incineras y santas pascuas. Hace cierto tiempo que los amos con tendencia a la sobreactuación celebran funerales para perros, pues hay empresas dedicadas a ello. Empresas que ahora acusan al ayuntamiento de competencia desleal. Pero ni empresas ni ayuntamiento ni clientes se paran a pensar en si no se nos estará yendo un poco la olla a todos con lo de darle a un perro difunto el mismo tratamiento que a un ser humano. Por no hablar del lucro derivado de ese servicio, que intuyo que al señor Badia, bajo su intención aparentemente humanitaria, no se le ha escapado en absoluto.