La fotografía fue una excusa, al principio. Martín Caparrós era joven –chiquito– y trabajaba revelando fotos en un estudio de Argentina. Más tarde, en un periódico, fue el chico de los recados, el che pibe. Ahí, de repente, le llegó la oportunidad: empezó a escribir. El periodismo fue una lanzadera –¿otra excusa?– para recorrer medio mundo. Y ahí, de nuevo –clic– regresó a la imagen.

Este jueves, Caparrós –acompañado por el también narrador, y también argentino, Rodrigo Fresán– ha presentado en la librería Altaïr un libro, una especie de sueño cumplido, que se llama Postales. La idea de regresar a un lugar, a un momento, a través de una imagen tomada con su cámara se concibió como un juego. El periodista mandaba sus cortas reflexiones con sus correspondientes “postales” a Altaïr y, hoy, algunas de las publicadas y otras inéditas han visto la luz en papel.

El argentino ha empezado el evento con una ocurrencia: una broma. “Hace rato que me estoy fijando en este micrófono que está detrás del libro”, ha soltado. “Para que puedan entender qué dice el libro y conozcan además del texto, la música, voy a recitar”, ha anunciado. Y le ha puesto la banda sonora a las historias, recreando con su voz grave y fermentada una de las más duras: El asco, sobre la pedofilia en Ceylán (Sri Lanka).

Durante un minuto más, o dos, seguí haciendo esas fotos: de pronto parecían la ilustración perfecta para el tema. Hasta que entendí que los chicos me habían visto y lo hacían para mí: que ponían en escena un show para mí, su sexualidad chiquita para mí, pornografía para mí. Yo era, en ese momento, de verdad, un consumidor de su sexo, pornógrafo de ellos.

Silencio.

Sigue, con su acento re porteño que, tras largos y lejanos viajes, idas y venidas, no ha abandonado nunca.

Y, en ese momento, tuve un asco como creo que nunca lo había tenido. El duro tener asco de uno mismo.

Es duro oírlo también.

Martín Caparrós nació en el año en que Rodolfo Walsh publicaba Operación Masacre en Argentina: 1957. Si es que acaso existiera el destino, diría que Caparrós –como Walsh– estaba destinado a ser un artesano de las palabras, un contextualizador de historias ordinarias.

A través de sus viajes y su treintena de libros, el genio argentino ha conseguido trasladar el mundo, o parte de él, al lector que, como una servidora, ha devorado sus historias. Postales es otra aventura, un paseo quizá, que abarca desde la marabunta de turistas en Venecia, a los maras en Salvador o los messitos, en Malí. Hasta llegar a Vietnam, donde Martín Caparrós encontró su propio selfie en la figura de un templo, y aprovechó para divagar sobre las “autofotos”, los “autitos”, como ha comentado en la presentación. “El mundo se ha vuelto un infierno de fotos. Fotos y fotos”, ha añadido al respecto.

Y sobre las fotos y la escritura –sus dos pasiones, además de la gastronomía– ha terminado: “Hubo un momento en el que yo veía los reportajes como un peaje que tenía que pasar para poder publicar mis fotos”. La escritura fue una excusa, al final.