En ese momento no fui consciente. Era una niña de segundo de carrera. No solo yo, sino todas. Todas las que pasamos por la entrevista en EDICIONES ABARCA. La oferta la encontré en InfoJobs. Ahí sigue, de hecho. Aún recuerdo esa primera vez. Fue en Montbau y me acompañó una amiga. El lugar era turbio, un bajo sin ventanas, polvoriento y rancio. Y ahí estaba él, Leandro Abarca, un hombre menudo, de mirada obtusa, con bigotito y cabellera engominada.
Nos reunimos y me explicó. El trabajo consistía en redactar contenidos para las dos revistas que dirige: Catalunya Gastronómica y Hostelería y Turismo. Luego me di cuenta de que no era lo que parecía. No solo había que escribir artículos –sin retribución económica– sino también encontrar restaurantes que quisieran publicitarse en la revista. Pagando, claro está. En caso que encontrara alguno, él se quedaría, si no recuerdo mal, con el 70 % del importe. Esto lo descubrí más tarde.
En la primera entrevista me cayó bien. Conversamos sobre nuestro oficio, el periodismo. Luego me preguntó por mi vida personal: padres, amigos, hermanos. No le di importancia. Me preguntó también por mis aficiones. No le di importancia. Me preguntó si tenía novio y si era mi pareja estable. No le di importancia. Se hacía el joven, el colega, el comprensivo.
Ese mismo día me dijo que me “contrataba” –aunque no había contrato–, que encajaba con el perfil, que se me veía decidida, con agallas, y bla, bla, bla. Días más tarde regresé a su opaca oficina y empecé a oler algo extraño. Me prometía el oro y el moro. Me explicó que solía ir con las redactoras –todas, TODAS, éramos mujeres– a eventos gastronómicos, catas de vinos, inauguraciones de restaurantes, etc. Nunca fui a ninguno con él, pero sé que era cierto. De hecho, en ese mundillo aparenta ser un hombre creíble, normal, respetado. Llega a los eventos con sus “redactoras de compañía” y los organizadores siempre saben quién es.
UNA SITUACIÓN EMBARAZOSA
Volvamos a ese momento. Decía que ese día, en su oficina, olí algo raro. Después de conversar unos minutos me confesó lo que él consideraba su “gran talento”: podía descubrir mi personalidad a través de mis pies. Empecé a reír. Qué tío más raro y fetichista, pensé. Me pidió que se los enseñara. “Déjame tocarte los pies y verás”. No sabía qué decir. No me da vergüenza enseñar los pies. He pasado 10 años de mi vida bailando descalza –varias horas cada día– y, en ese sentido, estoy curada de espantos. Pero la situación era embarazosa. Al final accedí. Ese día –era primavera– llevaba sandalias, así que mis pies estaban casi descubiertos del todo.
Ahora miro hacia atrás en el tiempo y me entran escalofríos. Qué asco. En ese momento no lo pensé: no sabía que eso podía ser un presunto acoso, parecía una broma. Ahora, después de varios años y experiencias, lo sé. Los acosos –muchas veces– empiezan así: con una broma. Le di mi pie, se lo puso encima del regazo y lo tocó. Lo acarició, presionó, y no sé qué mierdas me dijo. Rasgos inventados de mi personalidad, imagino. No recuerdo ninguno, y me da igual. Rápidamente quité el pie y le dije que su rollo talentoso no iba conmigo, que no me convencían sus argumentos. Me puse la sandalia de nuevo, cogí mis cosas y me fui. Nunca más volví, claro está.
UNA DENUNCIA EN PROCESO
Con el tiempo, aparqué en mi memoria esa primera experiencia en el mundo laboral. Hasta que hace un año, una chica explicó su caso –parecido al mío– en un grupo de Facebook. También comenté la publicación. Me sorprendí: éramos muchas las que habíamos pasado por una situación parecida con Leandro Abarca.
Ahí quedó el caso, hasta que hace unos meses otra chica –que nos contactó– emprendió un proceso. Ahora, sí, por la vía legal. El primer paso ha sido una iniciativa de Change.org, con la intención de “inhabilitar a Leandro Abarca” por "acoso moral y sexual", que en poco tiempo ha alcanzado casi 250 firmas. Por otro lado, ha presentado una denuncia colectiva en Inspección de Trabajo aportando pruebas reales sobre el caso.
Hace poco volví a coincidir con él en un evento, después de varios años. Entró con dos chicas jóvenes. Seguía con su bigotito, su cabellera engominada y la mirada obtusa. Y seguía siendo un hombre respetado entre los que organizaban el acto, que lo saludaron con efusividad. Yo observaba y no daba crédito. Se acercaba a las redactoras y les cuchicheaba cosas al oído. Ellas reían. Luego asentía con la cabeza a las explicaciones de los ponentes y se paseaba por el lugar con los brazos cruzados. Yo no paraba de mirar, y al final me pilló. Aguanté la mirada, fruncí el ceño, levanté el labio y negué con la cabeza. El “momento fetichista” volvió a mi mente y dos palabras se me escaparon. En voz alta, lo dije: qué asco.