Hubo un tiempo en que eran simples criminales y Barcelona, la ciudad a la que venían a morir en la horca, pero la literatura y la tradición popular acabó mitificándolos hasta convertir a estos villanos en auténticos héroes al servicio del pueblo y a la ciudad en el escenario de algunas de sus hazañas reales o no. Aquí va una ruta urbana a través de dos Robin Hood a la catalana: Serrallonga y Perot lo Lladre.
Camino Portal del Àngel adelante hasta la calle de la Cucurulla y giro a la derecha por Portaferrissa. Avanzo dejando atrás la calle del Pi y, una vez más, me detengo ante la verja pintada de negro que impide entrar en la siguiente calle que se abre en el lado de mar; no es más que un pasillo estrecho en forma de ele que desemboca en Pi, junto a Galeries Maldà: calle de Perot lo lladre, anuncia la placa. Y, como el día que lo descubrí de pequeña, me dejo llevar por la imaginación entre los barrotes --¡Al ladrón, al ladrón!-- en busca de Perot.
Las crónicas lo describen como un joven alto, bien parecido, más bien delgado, de pelo rubio tirando a rojizo, bigote recortado, barba escasa… y boca grande. Perot Rocaguinarda (1582-1635) --ese era su verdadero nombre-- era, al parecer, el galán con el que cualquier doncella de la época hubiera soñado y al que sus padres hubieran aceptado de buen grado, de no ser por un detalle importante: era bandolero. Y no uno cualquiera. Dicen que era valiente y astuto y que, en pocos años se convirtió en uno de los bandoleros más respetados de Cataluña; uno de los más conocidos y famosos junto con Joan Sala, Serrallonga, claro. Pero bandolero, al fin y al cabo, así que uno no puede dejar de preguntarse ¿cómo un ladrón y un criminal perseguido por la justicia se convirtió en una leyenda y llegó a tener una calle con su nombre en Barcelona?
Lo cierto es que a Perot le tocó vivir a finales del siglo XVI y principios del XVII, una época en la que el bandolerismo era un fenómeno muy arraigado en Cataluña y también un reflejo de la convulsa situación política del momento. La élite de la nobleza catalana se encontraba dividida en dos bandos: los más cercanos a Francia y los que preferían reforzar sus relaciones con la monarquía hispánica. Los primeros recibían el nombre de nyerros y tenían el apoyo de los nobles; los segundos, conocidos como cadells, contaban con la simpatía de la incipiente burguesía. La guerra entre ambos bandos fue un caldo de cultivo ideal para atraer a ambas filas a buscafortunas, huidos de la justicia que buscaban desaparecer, aventureros o incluso campesinos armados que dejaban sus tierras para alistarse con el bando mejor pagador.
TRES PARADAS SINIESTRAS
La fama de muchos bandoleros llegó a las puertas de Barcelona, ciudad que no dudaron en visitar alguna vez a escondidas, claro, porque en aquella época, los bandoleros eran meros criminales y ladrones, y Barcelona, el lugar donde iban a morir condenados y ejecutados. Ciñéndonos exclusivamente a esta realidad, hacer una ruta de bandolerismo en Barcelona podría resultar una actividad, sin duda, algo siniestra y macabra que nos llevaría tres paradas obligatorias. La primera, en el número 1 de la plaza del Pi. En este edificio que ahora acoge una tienda de souvenirs, se encuentra medio borrado por el tiempo un escudo olvidado que recuerda que allí estuvo –hasta 1789, cuando abrió sus puertas la estampería de arte Artigues, que cerró en mayo del 2007-- la sede de la Real Archicofradía de la Purísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, la institución responsable de acompañar a los bandoleros condenados a muerte durante las últimas horas, ofrecerles consejo espiritual y velar su cuerpo una vez ejecutados.
La segunda parada nos llevaría a la actual confluencia de la Llibreteria con Via Laietana, donde dicen que se alzó, mucho antes de la reforma que dio lugar a esta gran vía, la prisión del Àngel. Requiere hacer un ejercicio de imaginación, porque no queda ni rastro de esta cárcel, pero de este punto partía el paseo popularmente conocido como les cent cantonades, un recorrido humillante y de tortura para el reo que lo llevaba de vuelta al penal o a la tercera y última parada, la horca –en cualquiera de las plazas habilitadas o en el Pla de les forques, en el actual Pla de Palau--, en caso de estar condenado a la pena capital.
DE HÉROES A VILLANOS
Cuentan que precisamente el legendario Serrallonga estuvo recluido en la prisión del Àngel algunos días hasta que fue ejecutado en la plaza del Rei, acusado de cometer 50 asesinatos y después de ser brutalmente torturado. Fue el 8 de enero de 1634, ante una multitud a la que se le dio el día libre para poder presenciar el espectáculo de su muerte.
Perot lo Lladre, en cambio, se salvó del cadalso. Cuentan que Rocaguinarda era temido por sus enemigos, principalmente por el ejército de Su Majestad, que durante años intentó darle caza sin tregua desde que, en 1607 el virrey de Cataluña, el duque de Monteleone, dictó la primera orden de captura contra él y, después de enfrentarse al alcalde de Vilalleons, el rey mismo lo declarase enemigo. Cansado de que las autoridades lo persiguieran sin tregua y sin éxito, en 1610, la historia del bandolero dio un giro radical: escribió al virrey pidiendo su indulto. Su petición no fue aceptada hasta el año siguiente, por el nuevo virrey, el arzobispo Pedro de Manrique, con unas condiciones claras: abandonar Cataluña y España en menos de 22 días y partir con destino a Flandes o Italia para servir a las tropas reales por un periodo mínimo de 10 años. Así fue como, a los 29 años, el bandolero se pasó al otro lado de la ley. Una jugada maestra con la que se libró de la muerte y cambió la imagen de villano que la corte y la nobleza tenía de él.
Sea como fuere, e independientemente de cómo fallecieran Perot o Serrallonga, la realidad es que todos los bandoleros sin excepción han sido descritos de maneras muy diferentes según la época: si en el siglo XVI eran meros criminales y ladrones, en el XIX, hasta los más sanguinarios pasaron a ser considerados héroes al servicio del pueblo debido a la mitificación a la que han sido sometidos por parte de una serie de autores de diferentes épocas y que no hicieron más que crecer con el Romanticismo y la Renaixença. Novelas, poemas, zarzuelas, bailes populares y, más adelante, películas y series de televisión... La literatura les ha dedicado sonetos y leyendas que desdibujaron la realidad hasta convertirlos en personajes heroicos, románticos, ingeniosos y capaces de burlar a los alguaciles como auténticos Robin Hood catalanes.
EL BOTÍN DE SERRALLONGA
Le sucedió a Serrallonga, sí. Cuando la convulsa situación catalana se agravó hasta desembocar en la sublevación de 1640, creció en toda España el interés por conocer la realidad de lo que sucedía allí para explicarla, y nuestro sanguinario bandolero se convirtió en el nombre perfecto para ello. Antonio Coello, Francisco de Rozas Zorrilla y Luis Vélez de Guevara estrenaron en 1635 una obra conjunta, El catalán Serrallonga, que lo ensalzó como héroe de los más desfavorecidos y que fue el pistoletazo de salida para una catarata de títulos sobre él y sobre otros bandoleros que, entre otras cosas, han dejado constancia de las visitas de Serrallonga a Barcelona, escenarios que nos llevan a descubrir localizaciones más ingeniosas --quien sabe si reales o no-- y menos macabras que las tres primeras paradas ofrecidas más arriba para una ruta de bandoleros por Barcelona.
Empecemos por el Hostal del Infierno, del que hoy no queda ni rastro --ni siquiera de su ubicación, pues se encontraba en la parte del barrio de la Ribera que desaparició al construirse Via Laietana—era una taberna de mala fama que, según cuentan, frecuentaba el sanguinario bandolero cuando viajaba de incógnito. Según alguna leyenda, el tesoro del bandolero se escondía en la calle de Mirallers, 5, cerca de la taberna. Otras versiones afirman que donde guardaba el botín de sus robos era en el palacio de los Torrelles, situado según las versiones en la calle de Basea o en la esquina de Santa Anna con el Portal de l’Àngel. Cuentan que el bandolero se enamoró de Joana, la hija de los Torrelles y que una noche, durante una celebración, Serrallonga saltó la muralla del sector de Santa Anna y aprovechó para asaltar la casa y secuestrar a Joana, que se incorporó a la banda y le acompañó desde entonces en todas sus correrías.
Otra parada obligatoria lleva hasta la calle Judea, 2, en Sant Genís dels Agudells, donde se alza una masía del siglo XV restaurada, muestra viva del gótico civil de Barcelona: Can Figarola. Recibe su nombre de una familia importante en la historia de España del siglo XIX, Laureano Figuerola, que fue ministro de Hacienda en el gobierno provisional de España en la revolución de 1868, la misma que instauró la peseta como moneda nacional. Comprada y rehabilitada en el último tercio del siglo pasado por el pintor Alfredo Palmero, hoy es la sede de un instituto de arte que lleva su nombre y que acoge a la tercera generación de pintores de la misma familia. Además de la magnífica colección de arte, aún se pueden visitar los túneles y pasadizos subterráneos que se conservan bajo el edificio y que, según cuentan, facilitaban la huida en época de bandoleros. En el sótano de esta casa se encuentra la cueva milenaria donde, según la leyenda, se escondía Serrallonga y que conectaba con Collserola.
PEROT EL DEL "BUEN CAMINO"
En cuanto a Rocaguinarda, en Barcelona tenía al parecer muchos amigos, aunque no se sabe con certeza si alguna vez llegó a entrar o no en Barcelona, pese a que estuvo varias veces a las puertas. Desde la literatura, diversos autores de diferentes épocas ofrecen grandes episodios del bandolero dentro de la ciudad --Verdaguer, el Rector de Vallfogona, Lope de Vega, Maragall, Unamuno, Joan Amades, Rafel Tàsis--, aunque su aparición más prestigiosa y conocida en la literatura le vino a Perot de la mano de Cervantes, en el capítulo LXI del segundo volumen de Don Quijote de la Mancha, en el que aparece con el nombre de Roque Guinarda y en cuya compañía pasa tres días en la ciudad. Tal vez alguien le habló a Cervantes del bandolero y él echó a volar la imaginación, pero tampoco se puede descartar que ambos coincidieran realmente en la ciudad. De hecho, son diversas las leyendas que sitúan al bandolero en diversos escenarios de ella, así que ¿por qué no incluirlas también en esta ruta?
Cuentan que cuando Rocaguinarda iba a Barcelona solía alojarse en el Mas Guinardó, ubicado sobre la cima del Puig Cogoll, un lugar privilegiado que ofrece una panorámica excepcional sobre Barcelona. Tanto, que durante los siglos XVII y XVIII sirvió como atalaya para dirigir los sitios de la ciudad. Actualmente acoge el Casal d'Entitats Mas Guinardó, pero su uso original en el siglo XV fue el de una explotación agrícola con vivienda unifamiliar. Y aquí es donde viene la sorpresa: según algunes versiones, esta antigua masía era propiedad de la familia Rocaguinarda y en la época del bandolero vivía allí algún familiar suyo. Hay quien incluso asegura que allí vivió durante muchos años una hermana suya. Aunque también corre por ahí otra historia sobre un supuesto idilio entre Perot y la baronesa de Castellbell, viuda de un señor nyerro, que lo ocultó en más de una ocasión en su palacio barcelonés.
No contento con crear leyenda en el mundo de los vivos, Perot también triunfó por su buena fe en el más allá y fue protagonista de una de las leyendas de fantasmas que cuentan por Barcelona. Se dice, se cuenta, se rumorea… el bandolero fue el único valiente que se ofreció a ayudar al espectro de un sacerdote de la iglesia del Pi -que había muerto con el deber pendiente de celebrar una misa mayor- a llevarla a cabo, y así poder cumplir con su último deber terrenal para dejar el Purgatorio y poder alcanzar el Cielo. Y esto nos lleva al inicio de este texto porque, como consecuencia de su buena acción, obtuvo el perdón divino, pudo regresar al “buen camino” --¿Sería ese “perdón divino” (y no la voluntad de librarse del cadalso) el que empujó a Rocaguinarda a comprar su indulto ofreciendo sus servicios al rey en la campaña de Sicilia?--. Una transformación tan convincente que, por lo visto, animó al consistorio a olvidar sus correrías y premiar sus buenas obras –como justiciero de los pobres y también como servidor de la corte, tras su indulto—con una calle cercana, además, a la iglesia del Pi, escenario de la leyenda de la misa.
Aunque Joan Amades también tiene una explicación para que esa calle y no otra recibiera el nombre del bandolero: “Va del carrer del Pi al de la Portaferrissa. Segons la tradició hi visqué el famós bandoler Pere Roca Guinarda amagat en una mena de cova que diu la gent que hi havia en aquest indret de la ciutat. Quan ja no hi vivia, hom va saber l’estada del gran heroi entre nosaltres i amb espant s’aplica al carrer el nom que porta”.
Delante de la verja de la calle de Perot lo Lladre, no puedo dejar de pensar en el popular bandolero: ¿héroe o villano?, me pregunto. Qué delgada es la línea que separa una faceta de la otra, qué paradoja que la calle que, según la versión de Amades, le diera cobijo como ladrón, hoy lleve su nombre para rendirle tributo como héroe… pero ¿de los desvalidos o de la Corte?