La fórmula es simple: comprar una sombrilla “en un bazar chino” y alquilarla en la playa de la Barceloneta. Por 10, por 15, por 20 euros. Un vendedor ambulante –que prefiere mantener su nombre en el anonimato– clava el palo en la arena y murmura una cifra. La familia de turistas que se apiña debajo de la sombrilla naranja rebusca en el bolso y, finalmente, la madre alarga el brazo con un billete de 20 euros. Por ese precio tienen derecho a disfrutar de los beneficios de una gratificante sombra durante tres horas. No más.

La acción se repite varias veces en distintos puntos de la playa. “Alquilo unas 10 sombrillas al día”, admite el trabajador en una conversación con Metrópoli Abierta. El negocio de las sombrillas ilegales –tan de moda este verano en la playa de los turistas por antonomasia– sale rentable. Este sombrillero en concreto, de origen pakistaní, asegura a este medio que gana unos 100 euros netos al día. “Es mejor que trabajar en cualquier hotel o limpiando, donde ganaría solo 1.000 euros al mes”, valora. Con este oficio no regulado, puede llegar a embolsarse hasta 3.000 euros netos.

PRECIOS BAJOS, ALTA COMPETENCIA

El precio del alquiler varía en función de la nacionalidad. Así de claro. “Por ser de Barcelona te lo dejo a siete euros”, comenta otro vendedor a este medio. “Para los turistas es más dinero”, añade sin tapujos. El precio, en cualquier caso, siempre está muy por debajo de la oferta de sombrilla y hamaca del Ayuntamiento de Barcelona. Pareos, sangrías, mojitos, tatuajes, cocos, todo tipo de drogas y masajes conforman el atrezzo estival en la costa de la capital catalana. Y se consolida año tras año.

Un vendedor de mojitos en la playa de la Barceloneta / HUGO FERNÁNDEZ



“Es imposible competir contra ellos”, resopla Marc Antón, de la plataforma Salvalona, en declaraciones a este medio. En los siete años que lleva trabajando en las playas ha visto cómo “los vendedores ambulantes se apropiaban de la costa barcelonesa mientras los otros negocios pendían de un hilo”. Al principio, según comenta, llegaban a un pacto con ellos, pero la situación ahora se ha desmadrado.

REDUCCIÓN DRÁSTICA DE SOMBRILLAS

El consistorio de Ada Colau “ha ido reduciendo el número de hamacas y sombrillas para alquilar”, recuerda. No le falta razón. En 2017, disponían de 2.300 de cada tipo. En 2018, las hamacas legales se redujeron hasta 1.150 y el número de sombrillas disminuyó hasta los 575. Ante la alta demanda y la baja oferta, los vendedores ambulantes han hallado la oportunidad idónea para diversificar sus servicios y han salido beneficiados.

Como “contraprestación”, esgrime, “los 15 chiringuitos pueden vender sus bebidas en unos metros de la arena”. Pero eso no soluciona la problemática de los refrescos y los cócteles ilegales. A la venta de bebidas, se suma el alto coste de la concesión, que asciende a unos 300.000 euros por restaurante. Algunos, de hecho, ya no renovarán el próximo año porque “no les salen los números”.

Imagen de los trabajadores irregulares en la playa de la Barceloneta / MA



PELEAS, AMENAZAS…

Los restauradores no solo se quejan de la desventaja en la que se encuentran –comercialmente hablando– sino también de la inseguridad que se deriva de la venta ambulante. Tal como admiten fuentes consultadas, “reciben amenazas” de “incendios en los chiringuitos” y aprovechan sus espacios para esconder las sombrillas ilegales.

Además, también tienen sus propias disputas entre ellos. Según calculan, podría haber unas 400 personas involucradas en el negocio ilegal de la playa. Indios, pakistaníes, bangladeshíes y, desde hace poco, rumanos. “Son mafias”, asegura una de las fuentes consultadas. “Y los chinos están también vinculados”, revela.

¿LA MAFIA MANDA?

Al parecer, cada nacionalidad tiene una zona asignada. “Si uno se pasa de la raya imaginaria, de repente aparecen veinte y se enzarzan en una pelea con las sombrillas”, detalla Antón que ha presenciado escenas de este tipo en la Barceloneta además de los trapicheos que ya son el pan de cada día, tal como pudo comprobar este medio.

Con la atención policial focalizada en combatir la venta ambulante de espacios como el paseo Joan de Borbó, los pocos agentes de la Guardia Urbana que quedan “libres” se limitan a patrullar por la playa. Parece una comedia de Charles Chaplin. Persiguen a los vendedores sin demasiado agobio. Los otros huyen también sin demasiado estrés. Una vez detenidos, les incautan los productos y les imponen una multa “que no pagan”, en muchos casos. Poco rato después, vuelven a la playa a vender de nuevo. Y empieza el “numerito” otra vez. “La policía está desanimada… Y con razón”, apunta Antón.

Ante este panorama, los restauradores exigen medidas reales y efectivas para frenar el incremento en la venta ilegal. “Al final nos iremos de la ciudad”, deja caer Antón. Porque la impotencia, según ellos, es cada vez mayor. Y la brisa marina, por ahora, no sopla a su favor. No tanto como les gustaría.

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