El politólogo Benjamin Barber sostiene que serán las ciudades las que gobernarán el mundo. Lo defiende porque entiende que serán las zonas más dinámicas, las que atraen talento internacional, las que buscarán también ese talento para organizar mejor nuestras vidas. En juego estará la forma de alimentarnos, con productos de proximidad, y también la necesaria protección frente al cambio climático y la contaminación con el diseño de zonas de bajas emisiones. Las ciudades, bien interconectadas con los territorios menos urbanos, que deberán proporcionar esa producción de alimentos, tendrán garantizada su financiación, siguiendo la idea de Barber. Pero, ¿cómo? ¿Con impuestos locales o con lo que se exija a los que lleguen y utilicen los distintos servicios?
Hay muchas teorías y elaboradas propuestas sobre la ciudad, sobre lo que supone, sobre el mensaje que ofrece, como superadora de las identidades. Pero el contraste es enorme cuando se comprueba la falta de planes sobre la ordenación del territorio. Los alcaldes metropolitanos denuncian ahora la falta de financiación, con unos ingresos que se han contenido en los últimos años, pero con unos gastos que se han disparado por la inflación, por la factura energética y por la necesidad de prestar unos servicios de carácter inmediato a los vecinos y vecinas que han sufrido durante la pandemia del Covid.
Y la cuestión es saber a quién deben pedir cuentas. Los ciudadanos aplaudieron cuando una sentencia anuló las plusvalías que cobraban los ayuntamientos cuando se vendía un inmueble. Se vieron obligados a calcular el impuesto a la baja. Era justo, porque un vecino no tiene por qué pagar un impuesto si en el momento de la venta de su piso el precio es menor que cuando lo compró. La crisis financiera y económica de 2008 demostró que no todo sube y sube sin solución de continuidad. Los inmuebles podían perder valor y así fue. Ahora bien, ¿quién compensa a los ayuntamientos si esos ingresos son mucho menores?
El Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) y el de plusvalías suponen los mayores ingresos de un ayuntamiento. Pero el descenso del segundo no se puede compensar con un aumento significativo del primero. Sin embargo, la mayoría de los municipios del área metropolitana han recurrido a una subida importante del IBI, entre un 5% y un 10%. El hecho es que para cubrir los déficits de este año, la Diputación de Barcelona ha actuado, con una inyección, entre 2023 y 2024, de 75 millones de euros.
Ese dinero surge de un fondo del Estado. Las Diputaciones obtienen sus recursos del Gobierno central. Son, por tanto, recursos que se dirigen desde los fondos estatales a los ayuntamientos, directamente. Cuando se ha señalado en distintas ocasiones que Catalunya está mal financiada se ha cometido un error de bulto. Es la administración de la Generalitat la que ha podido disponer de menos recursos de los que necesita. Pero el resto de administraciones, como la local, ha dispuesto de esos recursos del Estado.
Los alcaldes metropolitanos, por tanto, ahora piden dos cuestiones que van en paralelo. Reclaman una reforma urgente de la ley de financiación de los entes locales, pero también piden al Govern de la Generalitat que elabore de forma también urgente una ley de financiación local en cumplimiento, ni más ni menos, que del artículo 220.1 del Estatut.
Y ese es el problema de fondo: en Catalunya no se ordena el territorio, con una superposición de administraciones. ¿Qué debe hacer cada una de ellas, y de cuántos recursos dispone?
Los ayuntamientos se han responsabilizado de servicios, como las guarderías, que debería ser cosa de la Generalitat. Han buscado salidas para ofrecer vivienda, cuando la competencia es del Govern de la Generalitat. Y ahora se han visto superados por el alto coste de la vida, con facturas eléctricas desorbitadas, y con pocos ingresos.
La movilización de algunos alcaldes, como Núria Parlon en Santa Coloma, Marta Farrés en Sabadell, o Manuel Reyes en Castelldefels debería servir para un cambio estructural, con las reformas administrativas que sean necesarias, con un debate político y social profundo sobre qué podemos pagar y qué servicios se pueden prestar en esas ciudades que, según Barber, deben gobernar el mundo.