Hay dos principales tipos de alcaldes: los transformadores y los populares. Los primeros son muy escasos, tanto que en la actualidad parecen una especie en extinción. Tienen ideas nuevas que plasman en un proyecto de ciudad. Éste no suele ejecutarse por completo en una legislatura, sino que normalmente su duración se extiende durante más de una década, incluso a veces de dos. Su objetivo es muy sencillo, pero a la vez tremendamente ambicioso: cambiar por completo la ciudad. La transformación diseñada generalmente tiene como base tres ejes: económico, urbanístico y social.
Los segundos son muy abundantes. No tiene ningún proyecto de ciudad, pero sí uno personal: permanecer en el cargo el mayor período de tiempo posible. No toman decisiones importantes porque tienen pavor a equivocarse. Creen que ganarán las próximas elecciones si no hacen nada relevante y complacen a la asociación de vecinos de cada barrio. Ellas son su principal referencia, mucho más que cualquier otro tipo de lobby.
Especialmente en ciudades pequeñas y medianas, los alcaldes populares están convencidos de que la clave de su éxito es el contacto con la población. Para dar una imagen simpática y agradable, hacen un gran esfuerzo para recodar el nombre de un gran número de ciudadanos y estrechar el mayor número de manos. Debido a ello, su agenda está repleta de actos, la mayoría muy importantes y transcendentes. Algunos ejemplos pueden ser la asistencia a un partido juvenil de hockey sobre patines, la cena anual de la Hermandad del Santo Entierro o el homenaje a la directora recién jubilada de uno de los institutos de la ciudad. Esta impresionante agenda les impide tener tiempo para pensar, priorizar y proyectar. Digan lo que digan, no lo encuentran a faltar.
Sin duda, un ejemplo de alcalde transformador lo fue Pasqual Maragall. Ingenioso, atrevido y ambicioso, proyectó la Barcelona de principios del siglo XXI y transformó una capital de provincias en una ciudad cosmopolita, deseada por la mitad del mundo e imitada por el otro medio. Convirtió a la capital catalana, con la inestimable ayuda de unos juegos Olímpicos, en la principal marca del Estado español. E incluso consiguió que en algunos países el nombre de la ciudad fuera más conocido y tuviera más prestigio que el de España.
Utilizó el urbanismo para convertir la ciudad en un icono de modernidad y, especialmente, para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Este último aspecto lo consiguió dando prioridad en las calles a los intereses de los peatones sobre los de los coches y haciendo más habitables y confortables numerosos barrios, especialmente aquéllos donde vivían los ciudadanos con menos recursos económicos. La inversión en ellos fue muy superior a la realizada en los demás, pues sus habitantes eran los que más necesitaban los servicios de la administración municipal.
En materia económica, sus principales logros fueron el gran impulso dado al turismo, tanto el de ocio como el de negocios, la sustitución de la industria “sucia” por la “limpia” (por ejemplo, la planificación del 22@) y la generación de nuevos ejes comerciales, así como la potenciación de los existentes. Nunca dijo que sería “business friendly”, pero lo fue.
Un gran ejemplo de alcaldesa populista es Ada Colau. Si Maragall fue la cara de la moneda, la actual primera edil es la cruz. Después de casi dos años de mandato, tengo claro que no tiene ningún proyecto de ciudad y que su punto fuerte no es la estrategia, sino la gesticulación mediática. Con cualquier actuación intranscendente, tal como la retirada del busto del Rey del salón de plenos del Ayuntamiento, el cambio de su nombre o una exposición sobre Franco en el museo del Born, consigue captar la atención de los medios de comunicación y ser noticia durante muchos días.
En materia urbanística, los nuevos proyectos brillan casi por su ausencia. Sólo hay uno destacable y tiene un contenido más ideológico que transformador: la conexión del Trambaix y el Trambesòs. Dicha conexión comportará una modificación del tramo central de la Avenida Diagonal y, muy probablemente, provocará su colapso en las horas punta, así como un gran problema circulatorio en las calles adyacentes. Por tanto, previsiblemente tendrá un impacto en la ciudad más negativo que positivo.
En el terreno económico, sus posiciones son propias del comunismo 2.0. Se declara favorable al decrecimiento, un aspecto que, si tiene éxito, supondrá el empeoramiento del nivel de vida de la mayoría de los barceloneses. Ha declarado una moratoria hotelera que perjudica notoriamente a la principal actividad económica de la urbe (el turismo), ha puesto peros al Mobile World Congress, quiere regular (sinónimo en su jerga de disminuir) el número de cruceros, ha perjudicado la actividad de los bares y restaurantes con la aplicación estricta de la normativa sobre las terrazas, etc, etc.
En el aspecto social, tiene centrado casi todo su interés en la vivienda. Su pretensión es hacer como alcaldesa casi lo mismo que efectuaba como activista en defensa de una vivienda digna. Si su actuación como portavoz de la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca) le dio una gran popularidad y la catapultó a su actual cargo, probablemente piensa que si persevera en el tema volverá a ser elegida. A pesar de ello, el precio de los alquileres en la ciudad tocará este año su máximo histórico y no tiene ninguna perspectiva de bajar. Su solución vuelve a ser ideológica, en lugar de pragmática: el establecimiento de un control de alquileres que no disminuirá su precio, sino que generará un aumento de la economía sumergida.
En definitiva, Maragall tenía un proyecto para Barcelona y fue todo un éxito. Colau no tiene ninguno. Debido a ello, para los barceloneses, las dos últimas décadas del siglo XX fueron magníficas; en cambio, en los próximos años nos espera un futuro nada halagüeño, si la actual alcaldesa vuelve a ser elegida. Es la diferencia entre tener un primer edil transformador o populista. No obstante, la culpa no será de Colau, sino nuestra. En democracia, el pueblo siempre tiene lo que se merece.