Jamás he entrado en la tienda de Chanel de passeig de Gràcia y dudo que lo haga nunca. Aquella tienda vacía y fría, con un hombre de seguridad con cara de "sólo queremos turistas japoneses, rusos o árabes con cash", puede que tenga algo que ver. En cambio, en la maison de París me paseo como un chien. No es que adquiera nada -no me lo puedo permitir y si pudiera me decantaría por un vestido vintage de mademoiselle Coco que tengo ya localizado en el Palais Royal y no por uno del kaiser (Karl Lagerfield)-, sólo lo hago por el placer que concede mirar lo bello y etéreo.
En la rue Saint Honoré, las puertas están abiertas y el voyeurismo cultural es premiado por los dependientes que te agradecen la visita y el regodeo como si fueras el mejor de sus clientes potenciales. Y sales de la boutique con la cabeza y la autoestima bien altas, recordando que, al fin y al cabo, Chanel se crió en un hospicio pero fue capaz de capitanear ella sola una de las más importantes revoluciones indumentarias y sociales de la historia al convertir la estética de pobre (la libertad) en un lujo (elegancia) para los ricos. La biografía de la diseñadora tiene ese efecto: una pasa del complejo al orgullo de clase en un santiamén.
Jamás he entrado en el Ateneu Barcelonès y hasta hace unos meses dudaba de que me fuera a apetecer hacerlo jamás, mucho menos interesarme por la posibilidad de hacerme socia. Pese a mis ansias de descubrir el jardín y los murales mitológicos del techo de la biblioteca, la gestión elitista, deshumanizada o alejada me paralizaban ante la puerta recordándome que allí me iba a sentir demasiado chiquitita para ser, pensar, opinar, leer, escribir, beber o vestir. Tal vez sólo fuera una impresión distorsionada provocada por una comunicación nula o errada, pero si sentía la necesidad de impregnarme de conocimiento y no podía viajar a la capital francesa para echar la tarde divagando en el café de Flore, me quedaba en casa con un buen vino y Serge Gainsbourg, Paco Ibáñez y Édith Piaf de fondo.
A sabiendas de que el próximo 16 de marzo hay elecciones para presidir el Ateneu, hay una propuesta de un grupo de gente "joven" (la precariedad, y no tanto la prolongación de la esperanza de vida, ha llevado a que nos tomen por imbéciles y nos autoconvenzamos de que los 40 son los nuevos 20) encabezada por el filósofo Bernat Dedéu que, por el momento, me seduce. Y no porque intenten innovar (aventura), también porque hablan de recuperar la esencia de Atenea: la sabiduría del estilo clásico (orden). Incluso, ¡uno de ellos usa sombrero! Estoy que no me lo creo. Sólo espero que la fantasía se haga realidad y que para disfrutar de la elegancia que presta la cultura (el vestido del pensamiento) no tenga que esperar a viajar a París y pueda atreverme a permitírmela en mi propia y amada ciudad.