«Ahora cualquiera puede hacer lo que quiera con la marca Barcelona, pero deben ser la ciudad y el área metropolitana quienes la gestionen». Jaume Collboni pronunció estas o parecidas palabras hace unos días en el Ajuntament de la ciudad. El teniente de alcalde (socialista) se mostró preocupado por este asunto de la marca Barcelona. De hecho, anunció que el gobierno municipal ya ha encontrado a la persona adecuada para nombrarla responsable técnica de la gestión de tal marca. La persona escogida entre los millones de personas posibles para hacer que la marca mejore su posicionamiento y para cuidarla del uso indiscriminado tendrá un puesto fijo en el consistorio, es lógico que bien remunerado. No a cualquiera le asignan el cuidar de semejante tesoro: la marca Barcelona.
«La marca es uno o el conjunto de signos distintivo de un producto o servicio en el mercado», dice la Wikipedia en su versión en castellano. Producto, servicio, mercado: busque el lector a qué definiciones remiten estas palabras y seguirá el rastro de lo que se va perdiendo, progresiva e irremediablemente, en la relación entre usted y su lugar de origen, su ciudad de adopción, su hábitat de elección; en el caso que nos ocupa, entre usted y Barcelona.
Cuando algún político comienza a referirse a su ciudad o a su país como si tratara de una marca (ahí está, cómo no, la tan sobada marca España), su identidad, lector, y la mía corren peligro de muerte. Porque, como ya ha leído más arriba, una marca es aquello que se le aplica a un producto o a un servicio para poder ser colocado en el mercado. Es decir, para su explotación mediante la compra-venta. Y no sé qué le pasa a usted, porque no lo conozco, pero a mí no me gusta la idea de vivir en una marca, en un producto o en un servicio, como tampoco me gustaría ser seguidor de un equipo de fútbol o de cualquier otro deporte cuyo leitmotiv —o, para no ir tan lejos, su mera presencia en una competición— sea ese, convertirse en un producto o un servicio a la venta.
Con más o menos fortuna, cientos de ciudades de todo el planeta han intentado conseguir una porción del pastel comercial que el sistema capitalista ofrece como señuelo de meta o satisfacción. París, Nueva York, Rio de Janeiro o Tokio podrían ser paradigmas como ciudades de cierto culto para los amantes de la mercadotecnia y el mercadeo, ya sea que busquen cultura, paisaje, compras o cualquier otra bicoca de postal o muro de Facebook. Son ciudades-marca en las que, claro, son las leyes del mercado —léase «el capital»— las encargadas de establecer que quien manda es el dinero, y tras esa idolatrada bandera se transforman calles, avenidas, barrios enteros que una vez fueron genuinos pero que la especulación convierte en sufridos rincones de quita y pon, con vecinos devenidos meros espectadores de un show que apenas se les representa, pero donde ellos no representan nada más que un público-objetivo al que hay que colocarle productos y servicios, simples consumidores acríticos, despojados de cualquier sentimiento de pertenencia, de representatividad.
A este proceso de mercantilización salvaje —jaleado desde los medios menos críticos—, a esta decisión autoritaria imposible de encontrar en los programas electorales o en forma de propuesta explícita en los discursos de los candidatos, los ciudadanos asisten bien con una actitud ovina (adocenados como están por sus propias actitudes vitales, triturados en parte o en todo por la picadora de carne capitalista, consumista, voraz y amoral), bien con un ejercicio de su derecho al pataleo, ganando la calle para protestar y después regresar a casa con la cabeza gacha.
Barcelona se sitúa a la cabeza de los puertos europeos en recibir cruceros. ¡Qué bien!, jalean los medios generadores de borreguismo, como si anunciaran que se ha acabado el desempleo. Y ya se sabe que tras el jolgorio mediático emerge una legión de público susceptible de creerse casi todo lo que lee, mira o escucha. A esto podríamos llamarle, adoptando y adaptando una expresión de la filósofa Marina Garcés, «colonización de la experiencia»: si todo se mide con la vara del dinero, celebremos que somos ricos.
Así, el vecino se convierte en cómplice de una política que, bajo la apariencia de un crecimiento ineludible (el del esto es lo que hay, el del así son las cosas…), fomenta la realización de operaciones mercantiles cada vez más millonarias y se aparta de los valores tradicionales de la ciudad. Primero se venden rincones, edificios, paradas de metro y más tarde se venderá, quién sabe, el nombre mismo.
¿Se imagina que Barcelona fuera seguida o precedida de la marca de una compañía de seguros, una cadena de supermercados, de perfumerías? No estamos tan lejos.