“L’imbècil del meu jefe m’ha demanat que deixi d’assistir a les rodes de premsa amb xancletes, què en penses?”, me preguntó ayer al mediodía un amigo y conocido periodista. Tras dedicarle una mirada inquisitiva, juzgar si aquel tío era consciente de a quién le estaba pidiendo opinión y replantearme seriamente levantarme de la mesa y no volver a dirigirle la palabra en la vida; inspiré profundo y traté de hacer pedagogía indumentaria: 1. Ese calzado jamás debió salir de la playa y la piscina -allí, por lo menos, cumple con su función original: facilitan que el agua (antes, en un ambiente campesino, barro) resbale- porque es perjudicial para la columna vertebral (sería más sano andar descalzo); 2. recoge toda la mierda del suelo urbano (echa un vistazo al color con el que acaba las plantas de tus pies al final de la jornada); y 3. obliga a caminar como si uno fuera chafando huevos (postura poco favorecedora para un bípedo).
Así como aplaudo y me encaro ante cualquier yihadista del protocolo para defender la sofisticación, delicadeza y carácter que imprimen unas espardenyes o menorquinas, detesto las chanclas. Mi animadversión a este tipo concreto de huella estival aumenta cada año. Por desgracia, y en proporción a mi inquina, los barceloneses que las calzan también van in crescendo. Mowglis urbanos (creo que algunos no han entendido lo que implica la raíz del concepto "ciudad", "ciudadano", "civilización"...) que se atreven a calzar con descaro y orgullo las flip-flops en oficinas, universidades, teatros, museos, hospitales o instituciones públicas como el ayuntamiento. A diferencia de la sandalia, la chancla o chancleta sólo se sujeta al pie con una tira en el empeine o entre los dedos. Las Havaianas nacieron en Brasil en 1962 inspiradas en las tradicionales Zori japonesas (aunque estas estaban hechas con suela de fibra de arroz) y triunfaron en las favelas, no tanto por gusto o moda, sino porque no se podían permitir otra cosa.
Pero las chanclas que se ven hoy en la Ciudad Condal, la mayoría de goma contaminante, no pueden ni siquiera catalogarse como una pieza humilde o asceta (mucho menos si las adornan con horteras cristales Swarovski... Por favor, basta, arrancadme los ojos y que acabe ya esta tortura visual). Porque el zapato de los franciscanos (por cierto, San Francisco iba descalzo) o de Ho Chi Minh (los vietnamitas las fabricaban artesanalmente con el caucho de los neumáticos de los aviones derribados estadounidenses) eran sandalias (herencia de la cultura griega y romana). Pero sí, para pena mía, hasta el Dalai Lama peca de vez en cuando con las dichosas chanclas. De ahí, entiendo, el reproche de la canción: "¡Ay Dalai!".