Jorge Semprún, en su libro La escritura o la vida recuerda como junto a otros compañeros del campo de concentración se planteaban cómo contar aquello vivido. El verdadero problema no estriba en contar, sino en escuchar. Contar bien, dice, significa narrar de manera que se sea escuchado y eso no se consigue sin algo de artificio.
Narrar la propia historia (que también es escucharse a sí mismo) es un trabajo arduo. Lo sabemos bien todos, especialmente los escritores y los psicólogos por dedicarnos a contar y a escuchar las historias de mucha gente que sufre. Aun así, sabemos también que por muy cruda que sea la historia que narramos o que nos cuentan, por muy duras que nos parezcan algunas vivencias a las que tenemos acceso, la realidad de lo vivido siempre es más implacable. Siempre hay algo que permanece lejos, inasequible a los recuerdos y a nuestra comprensión. La represión y el olvido también nos son necesarios para sobrevivir.
Semprún se preguntaba cómo escribir sobre el holocausto, sobre su experiencia en un campo de concentración nazi. Hoy, muchos escritores se preguntan cómo escribir sobre las migraciones forzosas que azotan a nuestro tiempo.
En su novela ¡Daha!, Hakan Günday, consigue hallar la respuesta construyendo una historia que nos acerca al espejo. Logra que el olvido, la represión y todos los mecanismos de defensa que utilizamos para mirar hacia otro lado y seguir, así, viviendo tranquilos, se resquebrajen y cunda el pánico. Nos explica la historia de un niño que, junto a su padre, se dedica al negocio del tráfico de inmigrantes. Un niño que, a semejanza del mundo en el que vive, desarrolla un instinto psicópata. Es un ser amoral al que, sin embargo, y aquí está el gran mérito del escritor, conseguimos entender. Su amoralidad es la nuestra también.
¡Daha! es la historia del niño que se dedica a transportar ganado, así es como llama a las personas que huyen de sus países, asediadas por la guerra y la miseria. Ganado, les llama porque así las tratan. Así las tratamos.
Leo esta novela al mismo tiempo que empiezo a colaborar con un proyecto de apoyo a la salud mental a población refugiada, que lleva a cabo el Parc Sanitari Sant Joan de Déu, dentro del programa SATMI – servicio de atención a la población inmigrante con trastorno mental-. Una vez al mes y durante una hora y media, me encuentro con las psiquiatras, las psicólogas, las enfermeras y las educadoras sociales que atienden a estas personas. Mi función es formativa, intentar aportar algo de luz sobre la salud mental de la gente que se enfrenta a procesos migratorios complejos. Pero lo que no saben ellas es que quien se forma soy yo. Siento gratitud y admiración hacia este equipo de salud mental que ahora me brinda la oportunidad de no percibirme como un ser amoral y contribuir con mi granito de arena a hacer mejor esta realidad tan deprimente. Cuando las escucho, me digo que los buenos profesionales de la salud mental no son aquellos que se refugian en el argot técnico para esconder sus sentimientos, no. Los buenos profesionales son como ellas, capaces de mostrar también su congoja y admiración hacia unos pacientes que han vivido experiencias horribles. No es nada fácil escuchar las historias de unas gentes que nos retornan una imagen tan poco edificante de nuestro mundo. Y mucho menos cuando sus historias están repletas de silencios, vacíos narrativos y manifestaciones psicopatológicas muy difíciles de entender. Algunas de estas personas, necesitan tiempo para hallar las dosis de artificio que les permita narrar su historia y otros, quizás, no lo lograrán nunca porque han experimentado roturas, enormes grietas en su arquitectura interna que dan lugar a graves trastornos mentales.
La suerte es que disponemos en nuestra ciudad y cercanías con proyectos como los de SATMI para tratar a estas personas. Aun así, necesitamos más.
Por cierto, Daha, significa más en turco.