Los primeros calores ya están aquí. Barcelona bulle bajo el sol que mayea mayestáticamente sus ganas de achicharrar, y en ese bullir rezuma perfumes y tufos que se entremezclan en una alquimia muchas veces apestosa. La prodigiosa ciudad que describió Mendoza con su pluma magistral es irreconocible hoy en su fragor comercial, irreconocible como lo son muchas otras urbes del planeta arrasadas por la anomia que destilan las multinacionales: alzas la mirada en París, Berlín, Londres, Buenos Aires o Singapur y, rascacielos más o menos, los letreros te devuelven los mismos nombres (o sea, marcas comerciales), y tiñen así de igualdad capitalista lo que en otros tiempos fue la singularidad de un pueblo.
Pero no quería ir por aquí; lo que pasa es que la cabra tira al monte y yo, en materia sociopolítica, cada día me siento más cabra montesa.
El tema es que ha llegado el calorcillo y ya ha comenzado la operación bikini. Contra lo que pudieras pensar, lectora o lector (tengo que ir con cuidado con esto de la igualdad de género lingüística: no sea cosa que tenga que seguir por la vía del «cabra o cabrón»), contra lo que pudieras pensar, decía, no voy a escribir sobre consejos para poder lucir un cuerpo esbelto según mandan los cánones de los anuncios de ropa interior o de clínicas donde te operan en menos de un quítame allá esas lorzas. No. Me voy a referir a la indumentaria que el habitante más reproductivo de Barcelona, o sea, el guiri, empieza a enseñar por cualquier rincón de la ciudad donde se mueva.
Claro, debe ser difícil que, después de pasarse casi todo el año embutido en ropa interior de franela, prendas más o menos casual, una bufanda, gorro, guantes y un tremendo anorak, no te vengan ganas de despelotarte en medio de la calle en cuanto el termómetro pasa de los diez grados centígrados. Para el turista que proviene de tierras frías, y eso es aquí al lado o en la Siberia de los hijos de Putin, Barcelona se recorta ante sus ojos y se posa sobre su blancuzca piel como un vergel tropical. Así que lo primero que suelen hacer, mientras nosotros, indígenas o habitantes venidos de otros lares, todavía vestimos un jerséi o una rebequita, es calzarse unas sandalias, unos shorts, una camiseta con o sin mangas y, a medida que va subiendo el termómetro, ir mutando esta indumentaria por otra cada vez más ínfima.
No es inusual ver por calles céntricas, por el Eixample, Gràcia o la explanada del Camp Nou, a tipos en pantalones cortos con el torso desnudo y tipas en semejante traje pero tapándose el pecho con un sujetador playero, como si estuvieran en la Mar Bella o Bogatell. Aunque desde el Ajuntament comenzaron a legislar para evitar el nudismo desde el año 2011 y existe una normativa municipal que prevé penas de multa para quienes se exhiban por la ciudad desnudos o sólo cubiertos con un traje de baño, lo cierto es que se aplica más bien poco; si acaso todo queda en alguna recriminación por parte de algún agente, la orden de cubrirse y, acto seguido, el guiri vuelve a quitarse la cobertura y mostrarse como antes de la reconvención.
A mí me importa un rábano cómo quiera ir uno vestido o desvestido. Estoy a favor de que cada ser humano se sienta cuanto más cómodo, mejor. Provengo de una época en que estaba de moda el hippismo, pero esto que vemos hoy campar por aquí, por allá y por acullá no es hippy, sino cutre. Cutre de remate. Cutre en la línea en que avanza el mundo entero, un mundo hecho de Trumps, de Rajoys y horrores similares.
Y, sobre todo, no me da igual que alguien se pase por el forro la convivencia, mucho menos cuando ésta está reglada por motivos que van bastante más allá de una mera cuestión estética.