Acabo de leer un trabajo sobre las ventajas del silencio como favorecedor del aprendizaje en las aulas. Se trata de una propuesta de una persona graduada en Psicología para intentar establecer unas pautas de funcionamiento desde los primeros años de la educación reglada, basadas en algo tan sencillo pero a la vez tan difícil de implementar en nuestra vida cotidiana como es el poder conectar con nuestra esencia humana.
Mientras me aplicaba en la lectura del texto, por los ventanales de la galería entraban ruidos de taladro, de martillazos y griterío variado, provenientes del patio de manzana: de un entorno de unos quince o veinte edificios, no menos de tres obras de reformas en distintos pisos se están acometiendo a la vez, desde hace unos pocos días.
Lo mismo pasa con los ventanales que dan a la calle: desde las ocho de la mañana, cuando lo permite la normativa ciudadana, diferentes operarios —albañiles, fontaneros, pintores y demás— se afanan en interpretar una maravillosa òpera (así, con acento grave, fiel a su definición italiana: obra) hecha de disonancias y estridencias, en este caso procedentes de dos pisos de una finca que está en la acera de enfrente.
Me he dedicado a preguntar a mi entorno más próximo, una muestra reducida, sobre el asunto: resulta que todos los consultados están soportando desde hace semanas o han soportado en los meses últimos ruidos producidos por obras de reformas en pisos vecinos, en sus propios edificios o en los colindantes.
No parece casualidad que, justo cuando más vivo se encuentra el debate sobre la gentrificación y la trepidante escalada en los precios de alquileres en la ciudad de Barcelona, y cuando aún no hemos salido de una crisis económica que ya tiene pinta de haberse instalado para siempre, un buen puñado de propietarios se lance a reformar sus apartamentos. No puede ser una coincidencia que, justo cuando la ciudad aparece infestada de turistas, cruceristas e inversionistas extranjeros, unos pisos que hasta ahora parecían habitados se encuentren sin otra vida interior que la de los especialistas en reformas.
Esto tiene toda la pinta de una nueva burbuja inmobiliaria. Así como la de la primera mitad de la década de 2000 —cuando muchos se creían millonarios y compraban hipotecas como quien va a por chuches— se basaba en la construcción de viviendas, esta burbuja de hoy se apoya fundamentalmente en dos fenómenos: el modelo Air BnB y la subida salvaje del precio de los alquileres, que van de la mano.
¿Para qué alquilar el piso a algún residente en Barcelona, cuando puedo obtener el doble de beneficio con la rotación de los guiris que inundan la ciudad?, escuchamos razonar a los propietarios. Y para que el pisito mierdoso por el que no podría sacar más de una modesta cantidad mensual parezca algo digno en las fotos que verá el guiri por internet, allá que meto una cuadrilla de trabajadores que interpreten mi òpera, primo, que me lo quitan de las manos.
Y así, pasito a pasito, pisito a pisito que se reforma, la ciudad sigue perdiendo tejido social, lugar de encuentro en las escaleras, espacio vecinal, intercambio humano entre la deshumanización capitalista y, claro, el silencio que requiere el pensamiento (esa «expedición al silencio» de la que habla Byung Chul Han).
«Una ciudad en la que todo el mundo cuidase de sí mismo como es debido sería una ciudad que funcionaría bien y que encontraría así el principio de su perpetuación» (Michel Foucault). Amén.