“Barcelona no es vuestro puto centro comercial”, rezaba un cartel protesta anónimo colocado este fin de semana en una marquesina publicitaria municipal en la ronda Sant Antoni. Escandalizados, muchos denunciaron que responsabilizar al turista (en todo caso, sería el modelo de turismo construido) y al comerciante (en todo caso, cierto tipo de comercio ) era un error. Y sí, pero negar la gravedad de la realidad que vivimos (padecemos) también lo es...
Hace unos años, cuando comercios emblemáticos del centro de la ciudad empezaron a bajar las persianas, algunos intentaron buscar al culpable de aquel atentado cultural. La crisis (caída de las ventas), el cambio en la legislación de arrendamientos urbanos (cientos de pequeñas tiendas son expulsadas de distritos por la inundación de multinacionales y marcas internacionales, que son las únicas que pueden permitirse pagar la escalada de precios prohibitivos de los alquileres) y la falta de una normativa (como ya poseía París o Roma) que protegiera a las tiendas (arquitecturas) históricas y oficios artesanales de la capital catalana eran los principales motivos con los que se intentaba explicar cómo narices la librería Catalònia se había convertido en un McDonalds, Vinçon en un Massimo Dutti y el mítico colmado Quilez en no sé qué local de horrorosa moda masculina (soy de las que esquivan Rambla y plaza Catalunya para no echarme a llorar).
En 2017, la sangría de cadáveres continúa (la especulación inmobiliaria se ha tragado, entre muchos otros, la tienda de ropa D’avui, que presidía una cantonada del Pla de la Boquería desde 1905) porque nada se ha hecho para impedirlo, nada se quiere hacer o, admitámoslo, nada se puede ya hacer.
Si no fuera por Gaudí y porque "Barcelona tiene poder" (idiotas, Peret se refería al auténtico poder económico: al encanto del lugar, sus gentes, sus luchas, historia, peculiaridades, defectos, sus calles llenas de vida, de mala y buena vida, al mar, a la montaña, a sus edificios, locales, mercados, su gastronomía, su música, su prensa, su arte, su variedad, su literatura, al vermut, fútbol...), hoy nuestra ciudad sería idéntica a cualquier otra. Pero reiteradas malas gestiones de esta riqueza (alma, carácter, estilo, personalidad, singularidad, esencia, atractivo) acabarán provocando que la ciudad muera de éxito.
Barcelona sí es cada vez más un puto centro comercial, un puto parque temático. Y los que hemos tolerado que esta ciudad haya perdido parte de su identidad (autenticidad) hemos sido nosotros mismos. No sólo la administración pública, que poco ha hecho por impedirlo (ineficaces políticas de protección, pobre promoción del comercio de proximidad, pasividad ante la concentración de centros comerciales dentro de la ciudad…), también los ciudadanos que callamos, compramos en Amazon “por comodidad” y nos conformamos (mentimos) con un “a la resta del món passa igual, què vols fer-hi?”