En vistas de lo que ha pasado en la Nit de Sant Joan, con toneladas de basura en la playa, playistas heridos por cristales rotos y otras lindezas ciudadanas (vómitos, cagadas y meadas a-go-go), he pensado escribir sobre lo innato del ser humano que lo mueve a la destrucción.
El peso de existir nos empuja a buscar posibles vías para escapar del sufrimiento. Lo habitual es distraernos realizando alguna actividad, buscar satisfacciones sustitutivas (como el fútbol, la tele o las compras, las drogas más habituales), o bien narcotizarnos (otras drogas, a veces tan o menos nocivas que las antes citadas). También tenemos a mano la religión, que intenta responder a la pregunta por el sentido de la vida, cada vez con menos éxito entre los católicos -a tenor de las estadísticas que el clero se empeña en ocultar-, cada día más fanatizada entre otros fieles de diferentes doctrinas. Como propuesta de un camino único para ser feliz y evitar el mal, la religión impone sacrificios, reduce el valor de la vida, se enajena del mundo real, limita la inteligencia de los creyentes, infantiliza a la peña y produce delirios colectivos. Aun con todo ello, tampoco logra acabar con la angustia existencial.
Por otro lado, buscamos obtener placer y evitar el displacer, pretensión irrealizable de forma completa, ya que siempre habrá algo que se interponga entre nosotros y ese fin. Así, rebajamos nuestras pretensiones de satisfacción, para -en el mejor de los casos- lanzarnos en brazos del hedonismo, cuando no a la lisa y llana idiocia (“no pienses, tío”, “no te rayes”, “la vida está hecha pa’disfrutal-la”…).
Nuestro sufrimiento proviene de tres fuentes: del poder omnímodo de la naturaleza (el día que la Tierra se cabree por las putadas que le hacemos se nos quitará de encima como quien espanta una mosca), de nuestra condición de mortales (habitamos un cuerpo que se estropea y se extingue) y de nuestra parcial incapacidad para regular las relaciones con los demás. Mientras que las dos primeras son ineluctables, la tercera nos desorienta: ¿por qué la sociedad no nos procura satisfacción o bienestar? ¿Por qué los otros aparecen a menudo como rivales o directamente enemigos, allí donde podrían ser aliados, compañeros?
La carencia de una respuesta unívoca a esas preguntas acaba por generar hostilidad contra lo social, que es como decir contra la cultura, entendida como las producciones que surgen de nuestra capacidad de amar, gozar y trabajar, y que nos diferencian de las bestias. Ya en otro artículo (El incivismo y el psiquismo, publicado aquí) hice referencia a la ambivalencia que reina en las relaciones humanas. Amamos y odiamos en una combinación despareja a personas, lugares, objetos y proyectos, de ahí que en cada relación que emprendemos se jueguen porciones variables de ambas pasiones.
La noche del 23 de junio es una celebración estupenda, que el barcelonés Joan Manuel Serrat describió como pocos en su memorable Fiesta, clásico ya por toda la eternidad. Es una noche de celebración, de alegría, lujuria y desenfreno amoroso, pero como las bestias que somos albergan también el deseo de romper, de matar, de estropear, de desmembrar, cada año se convierte más en el escenario de altercados, riñas, borracheras épicas, destrozos y, sobre todo, un reguero de inmundicia que deja Barcelona sumida en un hedor y un aspecto deplorables.
Todos somos unos cerdos. Desde quien orina entre dos contenedores hasta quien se deja una bolsa de plástico en la playa porque ya lo recogerán los de la limpieza, pasando por el que apaga una colilla en la arena o vomita en una portería del Eixample. Usted y yo, no miremos para otro lado, también.