Este lunes he ido a La Modelo, el centro penitenciario del corazón del Eixample. Estaba citada por el departamento de Justícia de la Generalitat de Catalunya a las 12h junto con otros ciudadanos, y ha sido muy cómodo llegar: creo que es la cárcel catalana mejor comunicada, pues tiene la boca del metro de Entença a pocos metros.
Hemos entrado puntuales por la puerta grande, el portalón de madera, a un patio donde hay un triste tenderete de productos artesanales elaborados por los presos. Curioseo, hay cuadernos, bolsos, cojines… La persona que atiende la tiendecita no sabe los precios de lo que no está etiquetado, los buscará para informarme a la salida.
Me perturba que haya tantos plafones y tan grandes en el patio que da acceso al penal. Pasen y vean. Uno de unos cinco metros reza el slogan “La modelo nos habla”. En fin, a ver qué nos cuenta La Modelo.
Tras identificarnos con nuestros respectivos DNIs, los que parecen organizar la visita nos han mandado a otra puerta, ya de las de rejas y con sistema de seguridad. Nos han contado y somos 15. Barrotes de metal repintados de salmón, el chasquido motorizado de las puertas cerrándose a nuestras espaldas.
Hace un calor insoportable. Observo a mi lado, en la cola, un par de ancianos con un nieto, una pareja con un bebé en el cochecito, una señora con crepado de peluquería, otra pareja joven muy seria y varios adultos en grupo que por sus comentarios parecen saberlo todo de cómo vivían los presos “de verdad”.
Reflexiono sobre lo de la verdad y la no verdad de esta visita. Pasillos, desorden. Entramos y nos cruzamos con otros visitantes que buscan la salida. No hay guía, es una visita entre rejas bastante libre. Abrir puerta, cerrar puerta. Y así unas tres veces. No estoy aquí de visita por primera vez, pero ahora no hay presos y los que nos abren y cierran las puertas son ex presidiarios, no autoridades.
La nave central, donde está la central de vigilancia, me recuerda un mercado modernista. Por la cúpula y los ventanales.
Miro alrededor. Alambradas en los muros exteriores. Desconchones (las paredes eran antes azuladas, ahora son de salmón claro) y mierda seca de paloma. Hay trabajadores que llevan carretillas de un lado a otro. Vacías. Y bolsas de basura que gotean. “Cuidado no pise” y luego un fregado de lejía nos refresca. Entiendo, aunque nadie me lo confirma, que todo el personal que hay aquí son ex presos.
Pregunto, tras confesar que ya estuve aquí. Así les doy confianza y ha resultado más fácil preguntar y obtener respuestas sobre lo real y lo no real de esta visita.
Le comento a uno, tras dar una vuelta y visitar todo lo visitable –el locutorio, dos galerías, una “real” con todas las celdas cerradas, otra simulada para recrear las celdas de los presos políticos que en algún momento las habitaron, y un patio- qué cambiado está todo. Empezamos por comentar el color de los barrotes.
Antes eran de un gris perla casi verde. Hace años que decidieron cambiarlo por un salmón más clarito, se supone que da calidez, bromeamos. La conversación fluye. Un joven de los que nos orientan me cuenta que esta prisión no era realmente como la vemos, y se está pensando traer a su madre para que vea dónde estuvo recluido él durante una mala etapa de su vida. “Si mi madre ve esto que os muestran a los visitantes va a creerse que estaba en un hotel, y no es lo que viví para nada”. Me cuenta que esta cárcel fue muy dura por muchos motivos: pensada para 600 presos, llegó a albergar a 2.000. Las celdas, de unos 14m2, calculo, tenían una litera de cuatro y otra de tres. De cinco a siete presos por celda, olores corporales, calor y escasa ventilación.
Y mucha violencia. “Los funcionarios te maltrataban a la mínima”. Y presos contra presos. Los novatos lo pagaban caro. A otro muchacho los funcionarios le estuvieron amargando durante meses: su madre era sorda y la hacían entrar a empellones los días de visita porque la mujer no oía la megafonía y se rezagaba. Otro me habla de por qué las cisternas de los váteres están fuera de las celdas y enrejadas: un trozo de loza es un arma letal.
Todos y cada uno de los que consulto coinciden: este evento de ofrecer visitas con motivo del cierre de la Modelo no tiene otro objetivo que edulcorar el presente. Se ha vendido como un gesto sobre derechos sociales, humanos y civiles, y hay una excelente labor histórica sobre presos de 1903 a 1975, con sus paneles y reconstrucciones. La ejecución de Salvador Puig Antich, el motín de El Vaquilla y la liberación masiva de 600 presos… Pero de la realidad carcelaria presente no hay nada, del pasado oscuro supuestamente ya superado no obtendremos un solo dato tras esta visita.
Llego a casa y mi hijo de diez años me pregunta que qué tal el día. Como suelo hacer siempre, le cuento algunas de mis peripecias. He visitado una cárcel que acaban de cerrar hace unos meses, le digo. “Y a los presos que había, ¿los han soltado o los han llevado a otra cárcel?” ¡Mi hijo sí que sabe! Pues claro, están en otra cárcel. Más moderna que La Modelo, reflexiono, pero cárcel. El pacto entre el Ayuntamiento y la Generalitat para cerrar la Modelo incluye la construcción de una nueva prisión en la Zona Franca.
En esas cárceles espero que no suceda lo que he aprendido hoy de las conversaciones de estranquis que he mantenido –hablaban conmigo bajito y como disimulando, no creo que estén autorizados a informar-. He aprendido que si un preso quería unas bambas tenía que comprárselas en la cárcel a precio de oro. Un televisor, que en la calle valía 80€, en la cárcel costaba exactamente 164€. El doble, menudo negocio. Y que cuando se acercaba el fin de año ya sabían los presos que debían evitar a todo costa ser llevados a la sexta galería, la de los castigados castigadísimos, pues en nochevieja los funcionarios bebían y se liaban a mamporros con esos presos a la mínima excusa.
Dicen que van a hacer una escuela en este solar. Pero ya lo es, si dejamos que La Modelo hable de veras. La clase magistral que me he llevado hoy tiene unos cuantos titulares: todo en la cárcel va con dinero, ya sea bienestar o evitar palizas. Les daban en el economato un catálogo muy parecido al que se da en los aviones con lo que puedes comprar a bordo y la lista de precios. Y había un catálogo no escrito de otros asuntos. Hachís, un vis a vis de más o un castigo de menos. Un sueldito por descargar camiones y un “cámbienme a una celda menos concurrida”.
Por megafonía nos recuerdan a los rezagados que habría que ir saliendo. A las dos entra el nuevo turno. Y los nuevos ex presidiarios –que cuentan mejor la historia de la cárcel que ningún tríptico o panel- me regalan nuevas historias a poco que pregunto. Había una sala de comidas familiares que no se puede visitar. No se puede visitar nada del piso de arriba, pues esa zona está vallada. Pregunto por qué. Se miran y deduzco que porque eso sería demasiado real. No está “habilitado” para este nuevo turismo carcelario que hemos inaugurado este mes de julio.
Es un tema serio, pero parece un parque temático. Abajo, en una sala estrecha está paquetería. Y, en el suelo queda el recuadro de la silla del garrote vil. Sin edulcorantes de ningún tipo, las barbaridades de antaño.
La silla nadie sabe dónde está. Sólo queda este hueco de esa época de matar para castigar, pero este hueco también habla. Bajito, para que no nos oigan los que velan por la imagen de la penitenciaría. Son zonas oscuras de las que no deberíamos hablar, noto. Pero hay que hacerlo, insisto. Las denuncias por tortura. El SIDA. Los toxicómanos a la puerta del despacho de la metadona. El servicio de peluquería una vez al mes. La prohibición de poner pósteres en las paredes. Las celdas de aislamiento y las celdas saturadas de presos. La falta absoluta de intimidad. El recuento a las 7:30h de la mañana. La nula reinserición que proporcionan las cárceles. Los enfermos privados de tratamiento. Los motines. La ayuda de diez mensuales para los presos sin recursos. El tope de cinco llamadas telefónicas al mes. El encubrimiento de las irregularidades. Los familiares tratados a empellones, los presos cambiados de galería por quejarse de esos empellones.
No. El sentido común me puede: hemos visto lo que quieren que veamos. Y gracias, ya es algo. A mí me ha hecho efecto. Como la pancarta que hay al lado de la puerta principal. Cuando llegué, a las 12h, no estaba. Es una cartulina verde clarito que tiene escrito con rotulador una pregunta: ¿Por qué sólo se atreven a enseñarnos esta cárcel cuando se vacía?
La respuesta no nos la oculta nadie, a poco que nos mostremos atentos y hagamos las preguntas oportunas. Me pregunta una señora que qué tal, a la salida. Bien, gracias. No sé qué responderle, me miro los pies y espero a su lado a que se abran las puertas. Quiero salir y contarlo. Las cárceles no son del luminoso salmón que hemos visto hoy, eso es maquillaje. Las cárceles son terribles. Y las sociedades que alimentan de presos esas cárceles y luego las mandan a la periferia “para que no se vea” son aún más terribles.