Hablar de los mejores Juegos Olímpicos de la historia, como dijo Juan Antonio Samaranch, era obligado, pero era una forma de hablar. Después de haber cubierto otros cinco después de Barcelona, en todos los continentes menos en África, no sabría responder a esa pregunta. Lo único que puedo decir es que fueron, son y serán los Juegos de nuestras vidas, la muestra de una pasión colectiva, del sentimiento por un proyecto común que, 25 años después, parece por momentos desvanecido en mitad del huracán nacionalista. Cambiaron al deporte español para siempre, cambiaron Barcelona para siempre e hicieron amigos para siempre.
Los Juegos de Barcelona no fueron los mejores deportivamente, hay que ser claros. No tuvieron a un Usain Bolt en la pista o a un Michael Phelps en el agua. Sin embargo, resultaron clave por muchas razones: la ruptura del falso dogma de los profesionales, con la inclusión del Dream Team de la NBA; la escenificación de un mundo sin la URSS, tres años después de la caída del Muro de Berlín; el regreso de Sudáfrica, con una testimonial Zola Budd en Montjuïc, y la vuelta de Cuba al escenario predilecto de su peculiar Guerra Fría, con Fidel Castro hecho un hincha en la grada. El estadio era el teatro donde se interpretaban todos los cambios del mundo.
La llegada de Fermín Cacho en la recta de Montjuïc o la explosión de júbilo por el triunfo de la selección de fútbol en el Camp Nou eran, asimismo, el anticipo de lo que deportivamente estaba por venir en el futuro. El plan ADO nació gracias a Barcelona y de la mano de un barcelonés, el desaparecido Carlos Ferrer Salat. Sin ese imaginativo programa, todavía vivo, nada habría sido igual en nuestro deporte. El oro del fútbol era, asimismo, sintomático de un esplendoroso futuro para este deporte de masas. Llegaba meses después de la primera Copa de Europa del Barcelona, en Wembley, con un Guardiola imberbe en ambos escenarios. Otro barcelonés, aunque nacido en Sampedor. La obra de Cruyff no habría sido tal sin ese Grial; el fútbol español, tampoco. El cordón umbilical llega hasta Johannesburgo, hasta el Mundial, hasta el gol de Iniesta. Ese grito empezó en Barcelona.
Pasqual Maragall fue el alcalde de los Juegos, pero fue Narcís Serra quien puso en marcha una idea triunfadora gracias a un gran proyecto, pero también a la influencia de quien dirigía el Olimpismo, un barcelonés en el centro del poder. Todo era necesario. El patriarca se puso, mientras pudo, al servicio del sueño olímpico de Madrid, pero para entonces había perdido lo fundamental.
El cambio urbanístico alivió a una ciudad entre el mar y la montaña gracias al desarrollo de las rondas y, sobre todo, recuperó zonas de espaldas a la orilla. A algunos, que somos muy nostálgicos, nos gustaban cosas de la antigua Barceloneta que desaparecieron. No se puede tener todo.
La dimensión internacional que actualmente posee Barcelona es un ejemplo de cómo se puede optimizar el convertirse en el principal actor global durante dos semanas, ya que sólo una guerra o una catástrofe natural, desgracias nada deseadas, sitúan tanto como unos Juegos o un Mundial de fútbol en el 'prime time' mundial. Barcelona es, desde entonces, la ciudad de la luz y el agua, del diseño que enlaza a Gaudí y Mariscal, de Cacho y Guardiola, español y catalán, de los amigos para siempre. No lo olvidemos.