La agitación, el horror, la incertidumbre y el miedo van quedando atrás, como una huella que el transcurso de los días irá dejando allí, intocable en un plano simbólico aunque no intocada en la realidad cotidiana, ya que se irá desgastando. El atentado en la Rambla ha tenido menos consecuencias de las que en principio cabía esperar en cuanto a la afluencia masiva de turistas. A la espera de las estadísticas que ofrezcan los diferentes sectores implicados, un paseo por las zonas calientes de la ciudad demuestra que los guiris siguen ahí, como últimamente, ellos solitos organizados como masa o bien formando parte de ella en virtud de su condición de guiris, más allá de su individualidad.
Seguimos viviendo en Guirilona, una ciudad de la que cada cierto tiempo es necesario apartarse hacia afuera o hacia adentro para poder sobrevivirla. Las escapadas al campo, la montaña o las playas alejadas, o los encierros domiciliarios voluntarios, se justifican aquí como mero sistema de emergencia, como una válvula indispensable para dejar salir una presión que con frecuencia se torna insoportable. Calles y espacios públicos o privados atestados de gente, a todas horas, configuran el paisaje central de una Barcelona que sólo se hace respirable en sus márgenes.
No hablo de turismofobia porque, de entrada, el término en sí me parece una sandez, por mucho éxito que haya cobrado en los medios y -cómo no- entre la población. No es miedo, ni aversión ni repugnancia lo que genera el turismo entre los barceloneses; es más bien una sensación de agobio, de asfixia y de ausencia de calma, sensaciones que empujan a estados alterados, nerviosos, angustiantes.
Contribuyen al sinvivir del barcelonés que se mueve por el centro las actitudes de muchos responsables de bares, restaurantes y demás comercios que apuntan al guiri como público objetivo. Desde letreros escritos sólo en inglés hasta desorbitantes subidas de precios por una caña o un bocadillo, también hay que soportar ahora que a las siete de la tarde haya quien te impida sentarte a una mesita en la terraza para tomar una copa “porque ya está montado para cenas”. Y así, podría escribirse una biblia con ejemplos de todo tipo.
No sé usted, lector, pero yo no quiero vivir en Guirilona. Y como todo apunta a que no se pondrá freno ni solución a lo que a todas luces ya es un gran problema, lo más probable es que los que cada vez lo soportamos peor nos acabemos yendo a vivir a otra ciudad u optemos por convertirnos en hikikomori, encerrados voluntariamente entre cuatro paredes de casa, para ahorrarnos el grotesco espectáculo de la degradación ciudadana.