Fue una Mercè extraña. Encajada entre un once de setiembre en el que de nuevo el independentismo tomó la ciudad y la semana de nervios y tensión que nos llevará al 1 de octubre. Veníamos del terrible 17 de agosto, con los muertos en la Rambla, la Diagonal y Cambrils a manos del terrorismo enloquecido. Y de una manifestación de duelo, el 26 de agosto, que pareció olvidarse de las víctimas.
Encajar los cuatro días de fiesta de la Mercè en ese panorama ha exigido un esfuerzo anímico para muchos ciudadanos y ciudadanas. Pero como bien cantaba Julio Iglesias, la vida ha seguido igual. Quizás sería mejor decir que la vida ha seguido. Sin el igual. Porque pasear por las Ramblas estos días, siguiendo el Correfoc o de camino a alguna de las plazas con oferta lúdica ha sido este año algo distinto a fiestas mayores anteriores.
Pero haciendo de tripas corazón e intentando dejar atrás el recuerdo doloroso del pasado reciente, cerca de un millón y medio de personas han disfrutado de la programación de la fiesta.
El contencioso sobre el referéndum convocado por el gobierno catalán para el próximo domingo ha estado omnipresente, desde el pregón de la filósofa Marina Garcés hasta todos y cada uno de los actos donde siempre ha habido un espectador dispuesto a vestir los colores de la estelada o un intérprete reclamando el derecho a votar desde el escenario. Algún político no ha desaprovechado la ocasión para hacer lo mismo aprovechando la multitudinaria asistencia a un concierto. La propia plaza de Sant Jaume gozó, estos días, de una enorme pancarta de Òmnium Cultural y de un cartel fugaz en la fachada del ayuntamiento alusivos a esta votación que sigue en el aire.
De hecho, la Mercè ha parecido este año como un descanso del alma ciudadana tras unas de sus semanas más tristes y a las puertas de algo que viene y que apenas nadie se atreve a anticipar qué futuro nos deparará.
Creo que muchos quisiéramos cerrar los ojos y abrirlos el 24 de setiembre de 2018 y ahorrarnos los días de zozobra que tenemos por delante.