Cuando parecía que los atentados del 17 de agosto habían colocado el listón de la barbarie en lo más alto, al menos para este año nefasto, Barcelona y otras muchas poblaciones de Catalunya vivieron el 1 de octubre una forma no muy distinta de violencia indiscriminada.
A mayor gloria de eso que dice ser el gobierno de España, con eso que dice ser su presidente (enmudecido y medio ausente, tal es su talante habitual) al frente, centenares de personas, miembros de ese pueblo que los unionistas no se cansan de reclamar como propio, fueron golpeadas, maltratadas y violentadas de diversas formas, mientras se disponían a votar de manera pacífica.
No hay diferencia entre que te atropelle un imbécil radicalizado con ideales terroristas islámicos al volante de una furgoneta a que lo haga otro imbécil radicalizado con ideales españolistas al servicio del terrorismo de estado, munido de porra y fusil cargado con pelotas de goma. No la hay. Y me importa un rábano que un juez o quinientos jueces hayan dado legitimidad a esa manera de hacer. Conozco jueces respetables y jueces deleznables. Ya sabemos de qué pie cojean los que abrieron la jaula de los animales rabiosos.
Fuerzas del orden, se hacen llamar. Fuerzas de seguridad, también. La policía, cualquiera sea el uniforme que vista, ha sido, es y será siempre una organización al servicio del poder dominante, con legitimidad para utilizar en exclusiva la violencia contra otros ciudadanos. Barcelona ha sido y seguirá siendo unos días más una ciudad sitiada, tomada, por esas fuerzas de ocupación que los jóvenes creían que eran sólo un eslógan contra el que cantar en sus marchas.
«¡A por ellos!», jaleaban en algunas ciudades españoles a los polis y a los del tricornio mientras cargaban sobre mi pueblo. Eso era, al final: un «ellos» y un «nosotros». No hacía falta ninguna consulta en las urnas: Catalunya hace tiempo que se marchó. Y ojalá sea para no volver a esta barbarie.