La palabra revolución es muy generosa con sus significados. Tiene ecos de triunfo social, de metamorfosis y de derramamiento de sangre. Revolución puede significar silencio, guillotina o violación. Por eso es peligroso pronunciar la palabra revolución: porque puede que no la haya y que comience con sólo pronunciarla, o puede que esté en marcha y que se transforme en guerra abierta. Mientras, en Catalunya, hay aires de revuelta, insurrección y desacato.
Pero no nos engañemos o, mejor dicho, que no nos engañen: la partida se juega en la ciudad de Barcelona. De nada sirve que en un pueblo de 200 habitantes se hayan escrutado 400 votos a favor de la independencia. Las estelades de los balcones de la plaza mayor de Vic no votan por sí solas. Si se pretende hablar de revolución, debe hablarse de Barcelona. Porque sólo en Barcelona se pueden dar los ingredientes necesarios para el pastel de la revolución. Y hay que ver si es pastel o pastiche.
La movida de la calle es de la CUP. Son los anarcos los que han montado sus Comités de Defensa del Referéndum (CDR), una especie de milicias populares controladas por los radicales. Toda revolución requiere de S.I.G.L.A.S. que, con el paso del tiempo, se convierten en pegatinas de color rojo y negro, que nadie sabe lo que significan, más que una cosa: la violencia. ¿Recuerdan ustedes las siglas que prepararon la guerra civil española, y en cuyo nombre murieron 500.000 seres humanos?: CEDA, PNV, PRP, PRS, ERC, PSOE, UGT, PCE, CNT, POUM, FAI... No nos engañemos: en el mundo moderno las siglas de la revolución son las siglas de la guerra. Y las siglas de la guerra se pintan con la sangre de las víctimas. Al principio el graffiti es pintura, pero al final es hemoglobina humana.
Barcelona se ha llenado estos días con la sigla de los CDRs ¿Quiénes forman parte de los CDRs? Lo vemos en las fotos de la prensa: muchachos y muchachas que deberían estar en el cole o en la universidad. Ellas y ellos no saben que están siendo utilizados para dar a todo la apariencia de una revolución. Ellas y ellos, que nornalmente no pintan nada en su entorno, ahora se sienten protagonistas de un movimiento y, sin saberlo, corre por sus venas el espíritu de mayo del 68. Sólo que ahora eso del amor libre, la píldora, recorrer Europa con una Volkswagen Westfalia y dormir juntos en cada esquina son chorradas en comparación con hacer lo mismo en casa cuando tus padres están currando. Es una revolución en la que no se juegan nada porque juegan a ser revolucionarios. Y la CUP, con sus reuniones y consignas, abusa del buenismo del falso boy-scout, y se hace con la calle.
Todo esto no puede ocurrir fuera de Barcelona porque hacer la revolución en santa Maria d’Oló, sant Llorenç de Morunys o Blanes no tiene ambiente. La Ciudad Condal permite una mezcla de dos filósofos sociales muy finos: Georg Simmel y su noción de metrópolis donde se intensifican las emociones humanas, y Gene Sharp con su “How to Start a Revolution” en los términos de la resistencia mediante la no-violencia. Pero ojo: lo que separa el “no” de la “violencia” es sólo un guioncillo que se cae muy fácilmente.
Hay políticos que no son tan listos como para darse cuenta de que el efecto óptico de la independencia de Catalunya se está produciendo en la manipulación de Barcelona, único lugar donde la lupa-social puede concentrar el calor en un solo punto e incendiar definitivamente el ambiente. En Barcelona es fácil montar una revolución, porque tiene los ingredientes necesarios: hay masa crítica social, una trama urbana con posibilidades de escenografía política, y universidades de donde extraer jóvenes ingenuos con tiempo libre. En sentido estricto, la independencia de Catalunya se cifra en el poder de la ciudad de Barcelona para activar el polvorín.
Durante la Semana Trágica de Barcelona hubo 78 muertos, medio millar de heridos y 112 edificios incendiados. El gobierno de España inició de inmediato una represión durísima y arbitraria con 175 penas de destierro, 59 cadenas perpetuas y 5 condenas a muerte. La gente con memoria se está quedando en casa porque conocen el poder incendiario de la Barcelona-ciudad. Es de la Semana Trágica la vieja sentencia del rey Alfonso XIII: “De dar oídos a ciertos franceses, parecería que éramos un país de salvajes.” En ese caso, aunque fuera “el Borbón”, mucha razón tenía.