Vuelve a casa, vuelve por Navidad. Esta semana entramos en diciembre, el mes en que parece obligatorio reencontrarse o reunirse con la familia, en plan almendro. Unas fiestas “entrañables” impulsan a legiones de hijos, nueras, yernos y cuñados a pasarlo bien y, de alguna forma, ser mejores de lo que son. Pero resulta que hace un siglo que sabemos —o deberíamos saber— que aquellos que se ven empujados, por imperativo de la cultura, a ser mejores de lo que su naturaleza les permite acaban por enfermar de los nervios; dicho de otro modo, que habrían sido más felices de haber podido comportarse, pensarse y vivir más acordes con esa naturaleza.
Seguro que usted conoce a alguien que se pasa la Navidad entre quejas por tener que someterse a un cierto ritual familiar, pero se siente incapaz de salir de ese huevo. No son pocos los que relacionan Navidad con estrés, depresión y broncas familiares, entre otros inconvenientes. Tienen razón en quejarse: el estrés viene generado por el ajetreo de las reuniones forzadas o incluso por los viajes, que se traducen en embotellamientos, colas en aeropuertos, demoras de vuelos, pérdidas de equipaje y otras lindezas; la depresión puede ser el resultado de sentar a la mesa navideña a aquellos que se fueron, ausencias que a menudo resulta complicado reemplazar y que cobran mayor dimensión cuando lo que las rodea es el jolgorio y la felicidad (real o de cartón piedra); se suman también factores como las carencias, de trabajo, de compañía, de dinero para gastar en lo que la publicidad dice que nos dará alegría y felicidad. Conclusión: el malestar que genera esta época del año, estas fiestas navideñas, tiene muy poco o nada que ver con el cuento infantil que pregonan la tradición y los medios.
Desde hace unos años, cuando Xavier Trias gobernaba la ciudad, Barcelona recibe a quienes entran en ella por la Gran Via con unos leds que resumen la ideología que envuelve a esta época. Ya desde noviembre, las luces emiten unos mensajes bobalicones que rezan glub-glub-glub, hic-hic-hic, nyam-nyam-nyam, muac-muac-muac y estúpidas onomatopeyas semejantes. Beber, hipar, comer, besarse, en fin, ya se sabe, esas cosas obligatorias por Navidad. Para el próximo año le ruego al Ajuntament que añada un lema, acaso más difícil de traducir en una sílaba que se repite: el de la náusea, la pedorreta o el simple vómito. Se lo pido como ciudadano que paga sus impuestos y que por estas entrañables fechas huye de la ciudad hasta que todo haya pasado.