Después de recoger a mi hija en la Complutense, encuentro en una de las calles de la ciudad universitaria de Madrid numerosas zapatillas colgadas de los cables del tendido eléctrico. Irreverente pero estético, pienso que se trata de una manifestación de arte moderno. Mi hija me mira con cara de póker: "Papá, eso quiere decir que en esta calle se puede comprar droga. ¡No te enteras!". En efecto, no me entero. Arranco y no pregunto.
Cuando estudiaba en la Autónoma de Barcelona, en Bellaterra, no recuerdo señales, ni códigos, ni apenas drogas, salvo algún porro de "costo" o "maría", excepcionalmente. El resto eran cerveza, cartas y cánticos de "¡llibertat, amnistia, cada nit amb una tia!" No he vuelto a la Autónoma. Si voy por alguna razón, no preguntaré.
Donde sí lo hago siempre que regreso a Barcelona es al Raval. En aquel tiempo de estudiante, era un lugar donde no necesitabas encontrar señales, porque la droga te la ofrecían a pie de calle, especialmente en la entrada a la Plaça Reial. Barcelona, las autoridades y hasta la sociedad civil fueron conscientes de que era necesario rehabilitar el corazón cansado de la ciudad, en paralelo a la nueva era que se iniciaba con la transformación del 92. Los planes urbanísticos ganaron espacios nuevos, aparecieron plazas, más negocios asociados al aluvión turístico, aumentó la vigilancia y muchos ciudadanos con capacidad económica, especialmente intelectuales, decidieron volver a vivir en este maravilloso barrio. Eso ocurrió con numerosas viviendas de la propia Plaça Reial. El Raval era historia pero no necesariamente marginalidad.
En la última de mis visitas, después de una cena, todo eso había desaparecido. El paseo de regreso fue desolador, sobre un paisaje lunar de jeringuillas por Robadors y entre miradas sin vida. Había señales evidentes, luces que no hay que interpretar para saber donde se puede adquirir 'caballo', heroína, la peor de las drogas. La peor versión de la "okupación" ha convertido pisos vacíos en narcopisos, con los riesgos de salubridad y seguridad que implican para los vecinos. Si no se actúa con urgencia, volverán a marcharse y sólo quedarán aquellos atrapados por el placer de la muerte, como zombis, en una ciudad que habrá perdido su corazón. Otros habremos perdido la posibilidad de reencontrarnos con quienes fuimos y eso nos impedirá saber realmente quiénes somos. Salvar el Raval es salvar Barcelona y es salvarnos.