Ocurrió el pasado día 19. Todavía no había amanecido sobre la ciudad, lo que daba a su presencia un aspecto aún más siniestro, si tal cosa fuese posible. El puerto respiraba, como es costumbre a esas horas, un aire de calma frágil, sabedor de que se rompería con la facilidad que un cristal fino lo hace ante el menor golpe, en cuanto comenzara el trajín de trabajadores y turistas madrugadores.
Ese ambiente gélido de la primera hora sirvió de escenario para la horrenda escena. Imagínate el susto: yo caminaba por ahí, tan tranquilo, sumido en mis cavilaciones, embutido en polares que me cubrían cuerpo y cabeza para paliar la rasca previa al alba, cuando de pronto aparecieron por detrás. Tres figuras de espanto, vestidas con ropas deportivas y moviéndose a un ritmo que estaba entre el caminar deprisa y el correr despacio, si tal cosa fuese posible. Como si me acecharan, como si se prepararan a pegarme un palo, a robarme lo que llevara encima, para luego sí, salir corriendo.
Pero lo cierto es que no, que pasaron por mi lado, me adelantaron, y entonces vi que eran tres señores mayores, en edades próximas a la jubilación. Uno de ellos llevaba una cámara de vídeo y grababa la escena. Uno de ellos, acaso el más desagradable —si tal cosa fuese posible, quiero decir, establecer un ránking entre los tres—, de pronto se giró a la cámara y sin detenerse dijo algo así como “amanece en Barcelona y amanece en España, ¡buenos días a todos!”. Y con un gesto del brazo que más bien parecía un “idos a la mierda” se despedía de quien fuera su público espectador.
¡Qué suerte!, pensé, ¡no me han robado!
Más tarde supe de mi estúpido error: llevaban años robándome. Robándonos, a mí y a ti.
Los tipos que percibí como indeseables deambulando por el puerto eran Emepunto Rajoy y otro dos miembros de su partido.