¡Ya están aquí las rebajas de invierno, chimpúm, chimpúm! Los medios anuncian a bombo y platillo este momentazo del calendario cristiano. Después de las infumables fiestas navideñas, con su consumismo desmesurado, llega el más difícil todavía: ¡vamos a gastar hasta el último céntimo que nos quede en cualquier mierda rebajada!
Comprar compulsivamente -algo que muchas personas realizan de manera especial durante estos periodos de rebajas- calma la angustia. Pero lo hace de forma momentánea. El objeto viene a tapar el agujero existencial, pero, ¡lástima!, el objeto nunca es. En esto se basa la lógica capitalista, en que una vez adquirido el objeto ya es susceptible de ser reemplazado por otro más nuevo. La angustia, la ansiedad compradora, son pozos sin fondo, profundidades abismales en las que resulta infructuoso lanzar el más caro, el más preciado, el más anhelado de los objetos: se hundirá en ese agujero de forma irremediable, para perderse por siempre jamás. El puño clavado en la boca del estómago reaparecerá en cuanto reaparezca la negrura, el agujero, la falta.
Pero, claro, ¿cómo evitar caer en la tentación, hermanos y hermanas, cuando desde los cuatro puntos cardinales nos tientan a pecar? Hay ciertas formas de vivir, si no totalmente fuera -algo que resulta prácticamente imposible-, sí en los márgenes del sumidero consumista. Casi todos los verbos que conducen a esa forma de vida comienzan por la erre: reducir unas necesidades que en general son sólo aparentes; reciclar lo reciclable, que es mucho en cualquier caso; reutilizar aquello que todavía posee una larga vida, más allá de las modas; recargar con nuestro interés los objetos que en algún momento dejamos de mirar por haber desviado la vista hacia otros más novedosos (aunque no por ello mejores)…
Esto parece una proclama ecologista a favor del decrecimiento, sí. No pretende serlo. Más bien tendría voluntad de panfleto para inflamar alguna conciencia todavía susceptible de ser reutilizada. Por eso el giro argumental que viene a continuación: no vayas de rebajas si no quieres ser un negrero, un explotador, un esclavista. Por cada trapo que adquieras estarás castigando a un trabajador manufacturero a hacer más horas por menos dinero para poder llevarse un mendrugo a la boca. Por cada espacio comercial abierto que encuentres en festivos, como este pasado domingo postepifánico, estarás obligando a un trabajador a tolerar unos horarios abusivos, a cambio quizás del mismo salario que cobraría si esa jornada pudiera estar en casa descansando. Y no me vengas con que da igual lo que tú hagas, porque si no sales tú a comprar tus porquerías saldrán otros muchos miles: así quiere que pienses el explotador capitalista, como un borrego adocenado incapaz de discernir cuál es la mano que blande el látigo y cuál la que le tiende una llave para alguna libertad.
Si aun con todo esto piensas salir a buscar tus chucherías rebajadas, es que no tienes remedio. Eso sí: recuerda que la felicidad se parece bastante a la cesación temporal del deseo.